Aunque ya se está por terminar, hoy es el Día Internacional del Libro y de los Derechos de Autor. Se debe a la feliz (y falaz) coincidencia de las fechas de muerte de dos insignes vates: Shakespeare por un lado (aunque ciertamente murió el 3 de mayo de 1616 y no el 23 de abril) y Cervantes por el otro (quien habría muerto el 22 y habría sido enterrado el 23 de abril). En fin, minucias temporales aparte, en Europa -y sobre todo en España- es una celebración concurrida y en Cataluña coincide con el día de Sant Jordi, con lo cual los regalos usuales consisten en un libro y una rosa, símbolos de lo eterno y lo fugaz, según leí hace ya muchos años en un señalador.
En general deploro la existencia de cualquier "día de" pero en este caso me sirvió para volver a acercarme aquí luego de varios días de cierta sequía (o no sé si llamarlo desinterés o, mejor, desmotivación). Como muchos ya saben, soy bibliófila. En realidad, me gusta más denominarme bibliómana, porque en el bibliófilo las ansias obsesivas pueden llegar a tal nivel que impiden casi toda relación con el objeto de sus desvelos, pero, en cambio, en la bibliomanía, la idea de adicción y abuso que implica me cae mucho mejor: yo amo los libros, yo vivo entre libros, trabajo con libros, escribo -o intento escribir- libros, llevo libros a todas partes y, más aún, traigo libros de todas partes. Hay quien me ha dicho que ya debo haber leído más que Borges pero no es cierto. He leído, sí, pero no tanto. No he leído Hyperión de Hölderlin, por ejemplo; ni la Divina Comedia ni Gargantúa y Pantagruel, sólo por citar tres ejemplos. No he leído a la mayor parte de los contemporáneos y sé que ya no lo haré. Me falta leer a muchos autores del siglo XIX, por ejemplo, que como muchos lectores que también me siguen en Fauna Abisal saben, es mi siglo favorito en lo que a literatura se refiere. No he leído a tantísimos poetas que debería leer no sólo para el bien de mi salud mental sino también poética. En fin. No pretendo leerlo toooodooooo, pero sí todo lo que pueda.
Las librerías, las bibliotecas, cualquier acumulación de libros, ejercieron siempre sobre mí una fascinación sin tasa, sin coto, sin límites (bueno, mi psicoanalista insiste en que "no tengo límites" aunque no se refiere precisamente a los libros, pero pongamos). Es instintivo: veo un libro y tengo que tocarlo, abrirlo, inspeccionarlo. No importa de qué trate, yo necesito ver por mí misma qué es, qué dice, de qué autor es, de qué año, de qué editorial... Oh, sí. Soy, en el fondo, una bibliotecaria frustrada. Peor aún, una monja intelectual. Siempre se me figuró que viviendo recluida en un convento y con libre acceso a la biblioteca del mismo, cual si fuera sor Juana Inés de la Cruz, yo sería muy feliz. Incluso más que feliz. Pero en lugar de convento tengo mi propio estudio, en el que también me recluyo noche a noche y trato de pergeñar mis cosas. Y los libros me acompañan desde que tuve uso de razón.
Lo más extraño y llamativo del caso es que en mi casa no había libros ni nadie que leyera. No procedí por imitación ni por seguir ningún buen ejemplo, ya que simplemente no lo había. Fue una determinación propia, un movimiento soberano de mi incipiente voluntad el que decidió que los libros fueran parte esencial de mi existencia. Y empezó tímidamente, con un Principito regalado para "entretenerme" mientras me recuperaba de unas anginas y con la edición condensada para niños de Moby Dick, de la que ya he hablado aquí. Algún tiempo después, de vacaciones en Santa Teresita, fui a una de esos típicos comercios de nuestras costas donde venden revistas y libros por igual, sin el menor orden ni concierto. Allí descubrí un libro de Herman Melville y nació la bibliomána que hoy ustedes conocen. Simplemente tomé el libro de Melville, Billy Bud, marinero, y dije "quiero este", con total seguridad acerca de mi elección. La ecuación había sido muy fácil: me encanta el mar / Moby Dick es sobre el mar / Herman Melville es el autor de Moby Dick / Por ende este otro texto suyo que también habla sobre el mar debe ser bueno. No hizo falta más y en general he seguido aplicando un criterio bastante similar a ese cada vez que compro libros.
Después de ese libro pasaron varios años hasta que volví a comprar libros "por mí misma" pero una vez que arranqué (digamos a eso de los 16 años) no he parado hasta el día de hoy. Es así como se llega a una biblioteca de 2600 volúmenes (y contando...), y comprando siempre libros usados, saldos, en oferta, etc., nunca jamás nuevos, a menos que fuera indispensable (es decir, por la facultad), y revolviendo siempre en las bateas y en las mesas y no permitiendo jamás que ningún vendedor ignorante e inepto se inmiscuyera en mis asuntos libreriles. Odio, por ejemplo, a los esforzados vendedores de Plaza Italia que, ante la imposibilidad de desplegar sus mesas como antes (aunque el sábado pasé y me pareció ver varias mesas infractoras por allí...), al pasar uno por sus puestitos dicen, como si ese fuera su deber, "¿qué andás buscando?". Señor (o señora), no sé qué estoy buscando. No estoy buscando nada. O estoy buscando todo. Yo dejo que los libros me encuentren a mí, ¿comprende? Simplemente salgo dispuesta a lo que sea. Así y no de otro es como debe comprarse siempre un libro. Dejándose sorprender, dejándose amar y seducir por los libros. Nada de "¿tenés el último de Paulo Coelho?" ni mucho menos "sí, estoy buscando tal o cual cosa". No, señor. Eso lo hacen los que no son lectores compulsivos, los que no son escritores, los que leen como podrían igualmente mirar televisión o andar en bicicleta.
Así y sólo así he logrado reunir libros tan dispares, maravillosos y extraños en mis anaqueles. Un diccionario español-ruso que cabe en la palma de la mano, fechado en 1939 y con una dedicatoria que reza "Para que vayas acostumbrándote a decirlo en el idioma de Pushkin" (!). O una Historia de la Literatura de 1902 editada en Barcelona por Montaner y Simón. O libros en idiomas que aún no domino como el húngaro y el alemán. O una edición con bellísimas ilustraciones de Cuento de abril de Ramón del Valle-Inclán, que seguramente me salió una ganga. O un libro traducido por Mansilla (de quien ayer hablé en Fauna Abisal) y Dominguito Sarmiento, editado en la colección que a principios de siglos salía junto con el diario La Nación... Sin contar mi paciente y venturosa recolección de los libros de la colección Capítulo del CEAL, muy especialmente de la Biblioteca Argentina Fundamental que ya ocupan su propio estante y que sigue creciendo, pues siempre aparece alguno de ellos entre las ofertas y los saldos. Y hasta tengo una Biografía del libro, un ensayo de Raúl Castagnino sobre este objeto tan hermoso que hoy nos convoca y que los agoreros de siempre pretenden que pronto dejará de existir... Pues les tengo noticias: cosas así se vienen diciendo desde que Gutemberg realizó su genial invención y ya ven...
Los dejo con un poema de Quevedo (¡otro de mis dioses máximos!) que resume perfectamente todo lo que yo siento -y sentiré siempre- por los libros:
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos,
y escucho con mis ojos a los muertos.
Si no siempre entendidos, siempre abiertos,
o enmiendan, o fecundan mis asuntos;
y en músicos callados contrapuntos
al sueño de la vida hablan despiertos.
Las grandes almas que la muerte ausenta,
de injurias de los años vengadora,
libra, ¡oh gran don Joseph!, docta la imprenta.
En fuga irrevocable huye la hora;
pero aquélla el mejor cálculo cuenta,
que en la lección y estudios nos mejora.
Francisco de Quevedo
Las imágenes que ilustran este post me pertenecen y fueron tomadas con mi nuevo celular Nokia 7020.
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