Tuve un amor Frankenstein. Al igual que el monstruo creado por la ambición inacabable nunca estuvo realmente vivo. Fue mantenido artificialmente, por medios innobles, por vías no humanas. Era un amor al que siempre había que estar transfundiéndole cosas: poemas, música, toda clase de narcóticos, ilusiones. Mis ilusiones. La ilusión de que un día iba a cambiar. La ilusión de que un día iba a volver. La ilusión de que un día iba a ser todo como yo quería. La ilusión de... Lo cierto es que ya no quedaban muchas, porque las ilusiones también se gastan, se rompen, se oxidan, se atrofian, envejecen, tienen fecha de caducidad. Pero yo insistía, con mi saña taurina, porque creía, porque pensaba, porque suponía. Porque me era indispensable mantener esto vivo, a cualquier precio. Ya no sé bien para qué, la verdad. No importa. Tuve un amor que se alimentaba de todo lo que no debe alimentarse un amor: de resentimientos, de revancha, de venganza, de ardiente concupiscencia, de flagrante traición. Cuando todo eso ya no sirvió, siguió alimentándose de lo peor: silencios, distancias, indecisiones, falsedades, rupturas. Cuando eso también se pudrió, aún siguió sobreviviendo a base de inyecciones de falso optimismo de mi parte, elevadas dosis de qué-me-importa y agudos picos de inconsciencia. Pero era cada vez más difícil mantener con vida algo que, probablemente, haya estado muerto (o, para no ser tan drástica, condenado) desde que nació. Lo dije y lo repetí mil veces, incluso en este mismo blog: no tenía que ser. Nunca tuvo que ser. Pero porfiamos. Insistimos. Prometeicamente. No nos importó nada nunca (no es cierto, pero me gusta decirlo). Repetimos una y otra vez los mismos errores, aún cuando nos decíamos a nosotros mismos que no los estábamos repitiendo. Pero sí, los repetíamos. Y hasta calcados. Algo que nunca supe qué es, y que a esta altura ya nunca lo sabré, nos empujaba uno contra otro a pesar de todo. A pesar de nosotros mismos. A pesar de cualquier cosa. Siempre encontrábamos la manera para hacer perdurar esto. Por mi debilidad, por su idiotez, por nuestra sed mutua, por un millón de cosas que pueden resumirse en los vocablos necedad y ceguera esto siempre sobrevivía. Más agónicamente cada vez, más difícil, también más terco y empecinado, casi sin brillo al final, aunque aún con algún que otro momento esplendente (pero a qué precio), esto sobrevivía. Sin embargo, lo sé, mas nunca lo quise admitir, dejó de latir hace mucho tiempo. Todo lo que lo mantuvo hasta acá fue la más pura artificialidad. Todo simulacro, nada verdad. Todo falso. Y me niego a usar la palabra ficción: la ficción no miente. La ficción es otra forma de la verdad. Acá nunca hubo nada parecido a eso. Sólo un amor Frankenstein que, como el monstruo creado por la ambición desmedida, por la más aterradora hybris, también dejó de existir.
Quizás sea apropiado decir "enhorabuena", pero no sé, no estoy muy segura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario