En estos últimos días, a raíz de haber armado una página de Facebook para el Taller de Poesía, me tuve que topar, de pronto, con los nombres de tres personas que ya no están entre nosotros. Alegremente, como siempre hace, Facebook me sugería que invitase amigos para que le dieran like a la página, método por el cual pueden estar al tanto de lo que ocurre en ella. Perfecto, qué bueno. Pero, ¿qué pasa cuando hay ya tres personas que fallecieron y sus cuentas de Facebook siguen activas? No tengo la respuesta. Lo que sí sé es que me espeluznó encontrarme, una y otra vez, con esos nombres allí. Para colmo, son muertes recientes, de personas que, de un modo u otro, quería mucho. Dos de ellas eran poetas, grandes, enormes, singulares y maravillosos poetas: Graciela Wencelblat, por una parte, y Walter Iannelli, por otra. No tuve el gusto de conocer a Walter en persona, pero su poesía me resultó siempre admirable. La tercera era un compañero de la secundaria, una persona alucinante y un fotógrafo incomparable: Hernán Canuti. Quiero hablarles, entonces, de Graciela y de Hernán, a quienes conocí personalmente.
Graciela fue una de las primeras poetas que conocí virtualmente, allá lejos y hace tiempo, cuando recién accedí a Internet. Entusiasmada por las obvias posibilidades de conexión que ofrecía el medio, de inmediato me puse a buscar foros o listas de correo sobre poesía en las que participar. Allí, en una de esas listas, ya no recuerdo cuál, conocí a Graciela. Compartimos primero esos foros, después la aventura de editar un libro que finalmente no se editó, más tarde montones de mesas y ciclos de lectura en Buenos Aires y, siempre, siempre, la poesía. La pasión absoluta por la poesía. Fue precisamente gracias a ella que conocí a otros poetas que, de otro modo, nunca hubiera conocido o hubiera conocido mucho más tarde. Sin ir más lejos, fue ella quien comenzó a compartir los inigualables poemas de mi amada Wislawa Szymborska en las listas. Yo, con mi diligente pasión acumulativa, guardaba siempre todos los mails de Graciela que traían poemas, suyos y de otros poetas. Así fui armando el archivo de poesía universal que tengo ahora en mi PC. Buena parte de él, se lo debo a ella. Pero eso no es todo. Sus poemas eran tan magníficos que casi siempre, tras leerlos, me daban ganas de escribir a mi vez y así, muchos poemas míos nacieron bajo el hermoso hechizo de sus versos. La gratitud que le debo es, entonces, enorme. Y la noticia de su muerte, inesperada, impensable, al menos para mí, fue algo que creo aún no he logrado asimilar.
De celeste, detrás de una servidora, Graciela Imagen: Liliana Muente (2004) |
Con Hernán fuimos compañeros en el secundario: coincidíamos en muchas cosas, principalmente en que ambos éramos más grandes que nuestros compañeros, pues estábamos repitiendo ese cuarto año que compartimos (estos artistas vagos...!) y durante buena parte del año fuimos, incluso, compañeros de banco. Al terminar el colegio, como me pasó con casi todos mis compañeros, le perdí el rastro. Algunos años después, me lo encontré de casualidad en la calle: había estado en Francia y en otras partes del mundo como reportero gráfico y corresponsal de guerra. Había vuelto fascinado con esa experiencia y se preparaba para ir por más. Luego, los años volvieron a alejarnos hasta que fue precisamente el señor Juan Carlos Facebook el que nos volvió a unir. Gracias a este chisme virtual volvimos a estar en contacto y un día nos encontramos, después de ¿quince? (tal vez más) años y me regaló su libro sobre el cóndor andino. Se pasó años fotografiando cóndores en los lugares más remotos de nuestros confines. En eso andaba cuando tuvo un accidente tremendo y no pudo zafar. Su muerte me entristeció muchísimo, por lo inesperada, por lo brutal, por lo inconcebible.
Arriba, a la izquierda, de rojo, Hernán Imagen: autor desconocido (1991) |
Sirva pues este posteo como homenaje a estas dos personas que quise mucho y que ya no están, aunque Facebook me siga diciendo que sí. En el corazón están seguro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario