Hoy, ni bien salí a la calle para ir a trabajar, percibí que era otoño. Si bien es cierto que comenzó hace ya variosssss días, yo todavía no había caído en la cuenta de ello. Todavía la ropa de verano seguía a mano, todavía había motivos para ponerse remeritas y cosas frescas, pero hoy ya me quedó claro que no. No puedo precisar qué fue lo que me hizo percatarme: algo en el aire, tal vez, una tonalidad distinta en el cielo, la tópica referencia a las hojas amarilleando y danzando frenéticas en las veredas. Algo hay que marca el ritmo, el paso de cada estación y no es lo obvio: no es ni la dorada alfombra otoñal, ni el frío irrepetuoso del invierno (¡fuera, estación horrible!), ni el estallido multicolor de la primavera, ni la cálida y demorada sucesión del estío. Es otra cosa, indefinible, inasible, imposible de aferrar, que nos dice el nombre verdadero de cada estación. Eso también tal vez sea la poesía. Esa cosa indefinible, inasible e imposible de aferrar que nos dice, en su propio idioma, el nombre verdadero de cada cosa.
“El otoño espolvorea en nuestro tintero un tamiz de oro como el que usaban los monjes medievales para miniar sus códices, y aunque nos reclama la escritura urgente, el problema de cada día, la denuncia tímida de lo que pasa, toda nuestra escritura va teniendo, por algún tiempo, un resol involuntario y dorado. (...) Aquello que se compró en primavera, luciente y nuevo, industrial y mediocre, tiene ya, en otoño, una pátina de vida, un oriente de muerte, un poco de biografía.”
Francisco Umbral
Imagen: Liliana Muente |
P. S.: Este posteo fue escrito con Catina durmiendo en mi regazo. Más amor, imposible.
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