17 de junio de 2010

La curva pedagógica

Creo que aún no termino de caer. O mejor dicho de creer. 
Creo que aún no termino de caer en la cuenta de que coordino un taller literario y creo que aún no termino de creer que soy perfectamente capaz de hacerlo. Durante años me privé de esta experiencia alucinante precisamente por "creer" que no la podría llevar a cabo; por creer que no estaba capacitada para ello, que yo "no servía" para esto. Tenía sobradas pruebas en contrario, pero tampoco las quería creer, lo cual viene a demostrar que ni ante las verdades más prístinas nuestras anteojeras mentales se corren un par de centímetros. No se corren hasta que no las arrancamos, es decir, hasta que hacemos aquello que tanto temíamos.
¿Qué era lo que me daba tanto miedo? me pregunto ahora (y me lo vengo preguntando desde que, con éxito, di la primera clase). No lo sé. Creía que "no me iba a salir", "que me iba a trabar", "que no iba a saber qué decir". Bueno, son temores normales, se podría aducir. De hecho, a veces las cosas no me salen, normalmente me trabo bastante y en ocasiones, sí, no sé qué decir, pero digo algo y punto. Pero el taller anda, camina. Los alumnos vienen, aunque no permanezcan siempre los mismos. Sin embargo, hay un grupo que se mantiene. Un grupo que le pone empeño, le pone garra, se entusiasma. Me entusiasma. 
¿Hablé ya de la etimología de la palabra entusiasmo? Es acaso una de las más bellas que nos hayan legado los griegos. Significa, literalmente, tener el dios (o lo divino, lo numinoso) adentro. Estar entusiasmado es estar poseído, en el buen sentido, por aquello que nos cautiva los sentidos. Una persona, un libro, un paisaje,  un poema, una canción... Estar entusiasmado es uno de los motores vitales de la existencia. Sin entusiasmo nada prospera. Sin entusiasmo nada se consigue. Y yo estoy, ¡alabada sea la creación!, entusiasmada con este taller. Espero que se note. Procuro que se note. Quiero que mis alumnos se vayan tan entusiasmados como yo e igualmente entusiasmados vuelvan cada miércoles. 
Hoy les hablé de Roberto Arlt, a quien, como ya saben, amo. A quien descubrí casi a la misma edad que Silvio Astier, el protagonista de El juguete rabioso, el alter ego del propio -y joven- Arlt, sale al mundo con su inocencia y sus ansias de invención a cuestas. A quien admiro profundamente, a quien siempre vuelvo, a quien nunca me cansaría de leer. Y hoy me escuché hablar con una seguridad que desconocía poseer de este hombre, y de su obra y de su época. Y confieso, no había preparado la clase. ¡Es que no había nada que preparar! Iba a hablarles de lo que amo, de lo que me entusiasma, de lo que me mueve: ¿qué necesitaba preparar? Nada. Todo estaba en mi mente, todos los datos necesarios para que aquellos que nunca lo habían leído comprendieran de qué se trataba y para que aquellos que sí lo conocían refrescaran algunos conceptos. Nada más. Y me sorprendí a mí misma, por el aplomo y la suficiencia con que hablé de este monstruo de la literatura argentina (y universal), ese mismo aplomo y suficiencia que veía en los profesores que admiraba y que nunca creía, por vaya uno a saber qué trasnochada idea de la autoestima y de la propia imagen, que yo alguna vez pudiera alcanzar. 
Por eso decía que aún no termino de "caer". O de creer, que casi parecen lo mismo. 
Conclusión (o moraleja): Nunca somos más nosotros mismos que cuando más poseídos estamos por aquello que amamos.

1 comentario:

Daniel Medina dijo...

Hace rato que no comento por estos curvos laberintos de tus crónicas.
Me alegra leerte así y creo que hay más de lo que te podés decir o decirnos en esta "curva" de hoy.
Porque lo que sucede es que "el tiempo no para" y entonces crecemos, mal que nos pese casi siempre seremos más sabios que ayer. Pensarte como lo haces, reflexionar tus vivencias es acto de pocos porque a veces ayuda y muchas duele. En vos es siempre acto de coraje, ése mismo que hoy te embarga de entusiasmo.
Besis!

Related Posts with Thumbnails