Hoy es un día en el que se superponen muchos significados, aunque a primera vista no lo parezca. En el orbe que nos contiene, es el día del animal. Ya he dicho por aquí que no me gustan mucho las conmemoraciones de "el día de...", aunque también, y en flagrante y bienvenida contradicción, he escrito sobre varios de estos días. Hoy volveré a hacerlo, porque estoy viviendo algo maravilloso que no puedo dejar pasar. Pero hoy, también, hubiera sido el cumpleaños número 67 de mi mamá.
Ni siquiera puedo imaginar cómo sería si ella hubiera llegado hasta acá, ya que falleció a los 36 años. No se me ocurre cómo podría haber sido ni ella físicamente ni mi vida ni nada si todo hubiera seguido su "curso natural", suponiendo que existe un curso y más aún uno natural. Son pocos los recuerdos que guardo de ella (en opinión de mi psicoanalista, demasiado pocos), pero son lo suficientemente intensos para que cada tanto aparezca en sueños o en algún escrito. A veces tengo la impresión de haberme olvidado de su voz, pero luego reparo en que no, en que en algún lugar de la psique sigue repicando con absoluta claridad. Me quedé con ganas de tantas cosas (de preguntarle, de saber, de conocer, de aprender) que ni siquiera sabría por dónde empezar si pudiera volver a verla. En sueños la he visto infinidad de veces, así como en esos recuerdos (pocos, muchos, ¿importa?) que perduran. Sé que algo de su carácter, de sus modos y de su sensibilidad persisten en mí. Sé que hubiera querido otra cosa en la vida, sé que fui un triunfo para ella, pero no sé mucho más. Y me lo estuve preguntando amargamente, todo eso que no sé, en las incontables sesiones de terapia que le dedicamos con M. También sé que me parezco mucho por momentos y que heredé todas y cada una de sus curvas, las mismas que con tanto orgullo paseo por estas páginas y por las calles platenses. ¡Pero habría tanto más que quisiera haber sabido! ¡Cuánto hubiera necesitado una oreja femenina, una oreja de madre, una caricia de madre, un abrazo de madre en tantos y tan incontables momentos! No pudo ser. Tuve que conformarme. Por suerte, hubo madres literarias que, aunque tal vez llegaron un poco tarde, estuvieron y suplieron algunas de esas carencias.
Y hablando de carencias... hoy pensaba por qué me negué, durante cuatro años, a tener nuevamente un gato en mi vida. Me amparé en la regla del fuckin' consorcio de este edificio que establece que no se admiten mascotas de ningún tipo (shhh). Pero ahora que Catina está conmigo y que nadie me ha dicho absolutamente nada (y hasta tengo preparado un discurso si alguien lo hace), me doy cuenta de que eso era una burda excusa para soslayar lo que realmente pasaba: el miedo, una vez más. Miedo a hacerse responsable de otro, en este caso de un pequeño, mimoso y peludo otro felino. Miedo a todo, miedo a que le pase algo, a que se escape, a que se enferme, a que se lastime, a que quede atrapado en algún lugar, a que rompa algo, a que se robe la comida, a que... (la lista sigue). Buenas noticias: nada de eso ha pasado hasta ahora. Catina llegó y me conquistó enseguida con su cara de pilla, su lustroso pelo negro y sus ojos verdidorados como dos farolas parisinas. Me conquistó con sus motorcitos, sus repetidos besos ásperos, sus juegos, sus mimos. Vino a llenar ese espacio de las carencias con su infinita sabiduría y amor felino. Vino a llenar lo que tanto necesitaba ser llenado de mimos y cariño y vaciado de miedos y frustraciones. Vino a formar un nuevo hogar, un nuevo lar, un nuevo destino.
Catina y yo (2014) |
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