Cuando me levanté y miré por la ventana, un denso manto blanco cubría todo. Apenas se distinguía el balcón y sus rejas, y todo lo que siempre está más allá, la calle, otros edificios y casas, las chimeneas de la destilería y sus fuegos etenos al fondo, había desaparecido bajo el blanco algodonoso de la niebla. Esto me puso, de inmediato, en lo que he dado en llamar un "Austerlitz state of mind". Es un estado de, como leí alguna vez, "melancogría", de saudade no ominosa, de cierta nostalgia por cosas que quizás nunca se han tenido o ni siquiera se han vivido, pero se desean y buscan igual. El creador máximo de estos estados, en los que el alma gira como una hoja recién desprendida del árbol por el primer viento otoñal, es W. G. Sebald.
Al bajar a la calle, la bruma se había disipado casi por completo, pero continué en ese estado buena parte del día. Cumplí con mis tareas laborales y tras retirarme y dirigirme hacia el gimnasio, recaí en la austerlitzidad: miré hacia el cielo y, a pesar de que se había despejado bastante durante la tarde, todavía había algunos cirros como lentos corderos yendo a su aprisco. Esas nubes grandes, gordas, zeppelinescas más el ruidoso colchón de hojas que me acompañaba por la calle me hicieron pensar otra vez en Austerlitz, en Sebald, en cuánto me gustó un escritor que pertenece, ¡rediantres!, a la literatura contemporánea y que, al igual que yo digo y practico, tampoco leía idem. Me sentí tan identificada y fascinada con la dura y finísima urdimbre poética de su obra que en su momento escribí un trabajo que mereció ser presentado en un congreso cuando aún era estudiante (ya no lo soy, admitámoslo). Me encontré tan a mis anchas en ese mundo derrotado, gris, meláncolico, bellamente saturado de la poesía más auténtica que enseguida quise más y más. Sebald se volvió uno de mis autores favoritos y ahora este estado tan particular de mi animula vagula blandula tiene nombre gracias a él.
Léanlo.
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