Suelo ser la reina del pensamiento catástrofe. Siempre me imagino que todo va a salir mal (muy mal).
En mis tiempos de estudiante, al rato de salir de un parcial empezaba a revisar mentalmente mis respuestas y las encontraba inequívocamente mal, mal, mal (respuestas que, unos momentos antes, me habían parecido bien, bien, bien). Hasta que llegaba el momento de que nos dieran la nota, seguía repasándolas y encontrándolas cada vez peor, lo que me sumía en un estado de ansiedad insoportable (después me preguntan por qué no me recibo, jeje). Finalmente, cuando la nota llegaba, era un 9 o un 10. De los errores vislumbrados en ese manijeo mental, ni noticias.
Antes de venirme a vivir sola, imaginé toda clase de catástrofes domésticas que demostrarían mi absoluta ineptitud para convivir conmigo misma y mi tremenda necesidad de tener un hombre cerca (padre o pareja, no importaba). Me pasaba horas (quizás días) imaginando lo peor, perfeccionándolo con detalles muy verosímiles y espantándome yo solita cada vez más. Por suerte, alguna fuerza que nunca tener, hizo que pasara por alto toda esa tragicomedia interior y me mudara. Ninguna de las temidas catástrofes aconteció. Y cuando acontecieron algunos desperfectos (el techo del baño se desplomó un par de veces, digamos), todo se solucionó llamando por teléfono a la inmobiliaria. No me dieron ni tiempo para armar más imágenes de pesadilla.
En alguna de las tantas idas y venidas con ya saben quién, también me las ingenié para sostener los peores escenarios siempre. Siempre. Repetidamente. En este caso fue más difícil deshacerme de la autoincantación y tuvo que rescatarme mi psicoanalista, cual Ariadna, de mis propios laberintos. Llevó mucho tiempo y esfuerzo, pero también fue posible deshacer todas esas películas horripilantes en las que yo siempre aparecía como la pobrecita y apaleada víctima, como la solterona empedernida y como la menos atractiva de las mujeres simplemente porque no gozaba de la gracia del señor. Cuánto tiempo y cuánta energía perdidos, pienso hoy día.
Pero el pensamiento catástrofe siempre me acompaña. Si bien no me impide actuar, como sí lo hacía en el pasado, siempre asoma su horrible cabeza por ahí. Y ahora me vengo a desayunar de que, en realidad, una buena parte de esto (el resto es mi mente loca, claro) es una cuestión ancestral: nuestros cerebros están "cableados" de este modo para prevenirnos ante cualquier peligro. Claro, en épocas donde salir de la caverna no era nada seguro, era mejor estar preparado para lo peor. Pero, ahora que lo pienso... ¿ha cambiado algo en tantos años de evolución? ¿no sigue siendo peligroso aventurarse fuera de la zona de confort? Y, sin embargo, como bien sabemos, las cosas buenas sólo suceden allí, donde nos sentimos incómodos, algo inseguros, miedosos pero también alegres y expectantes.
Imagen: Analía Pinto (2013) |
En la imagen aparezco en el teleférico del cerro Otto (Bariloche), lugar en el que el pensamiento catástrofe, por suerte, no pudo triunfar.
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