De como se puede perder el tiempo mirando la nada o el todo mismo, el aleph infatigable del Facebook y su esfera no tan mágica ni tan portentosa... Hace casi dos horas que me senté a la compu con el ¿firme? propósito de escribir un posteo en este siempre abandonado y siempre retomado blog. En lugar de eso, como es público y notorio, me la pasé scrolleando cual posesa en Facebook, justamente para evitar este momento. Los escritores somos expertos en este tipo de patrañas y triquiñuelas. Nos encanta escribir pero cuando intuimos que la mano viene pesada hacemos todo lo posible por esquivar el momento. Nadie quiere sentarse a escarbar en sus miserias y encima después mostrarlas al mundo.
Mejor escribir una boludez cualquiera, un estado ingenioso en el muro, mejor leer un cuento de O. Henry (bueno, eso es saludable sin duda alguna), mejor poner un corazoncito o una carita de enojo, mejor volver a putear al gobierno porque x o z... Mejor lo que sea con tal de no escribir. De no decir lo que quema y corroe como ácido las entrañas, el omento. Mejor huir. Mejor dejarlo para la próxima, total siempre habrá una próxima. Mejor guardarlo para después, pero después la miserabilia se pone putrefacta y huele peor. Mejor no escribir nada. Mejor mandar todo a la mierda. Mejor reír como oligofrénico con cualquier pelotudez. Mejor hacer un test de Facebook. Mejor mirar otro video de gatitos. Mejor criticar lo que hacen/escriben los otros. Mejor compartir una foto de Sandro. Mejor, mejor, mejor... Mejor no hacer nada, mejor no ocuparse de la propia obra que clama con gritos angustiantes y desesperados, mejor dejarlo para el próximo feriado (¿cuándo?), mejor dejarlo para las vacaciones (¿cuáles?), mejor... Y mejor nada. Porque no hay nada mejor que escribir, aunque lo que se tenga para decir sea una bosta, o sea intrascendente o le importe un pepino a nadie. Que se pudran todos, incluido Flanders. Mejor decir lo que nos pasa que no decirlo (después sí veremos si con eso podemos hacer literatura o no). Mejor que escribir no hay nada, así sea una larga e ignominiosa puteada, así sea una novela sublime, un cuento electrizante o un poema que desemboque en el llanto. Mejor que escribir (léase hacer lo que nos nace desde lo más hondo), no hay nada. Pero no alcanza una vida para entenderlo y siempre creemos que después habrá tiempo, que mañana, que la semana que viene, que cuando termine con esto o con aquello podremos hacerlo, podremos al fin sentarnos a escribir, ahora sí. Mentira. No hay nada mejor que escribir ahora, cuando nace, cuando pide, cuando grita, cuando surge. Así sea pura bosta catártica, así sea lamento de mina herida, de poeta doliente, así sea sarasa mugrienta, no importa. No hay nada mejor que escribir cuando todo lo pide, donde sea y como sea.
Imagen: Analía Pinto (2016) |
Sirva todo este preámbulo idiota para decir lo que en un principio quería decir o al menos empezar a rasguñar su superficie, dejar una mínima huella. Hace meses que me invade el desánimo, la falta de entusiasmo, una enorme desazón. Hace mucho tiempo que el optimismo me viene en oleadas escasas, cada vez más exiguas y débiles. Hace bastante ya que levantarme cada día es un triunfo luego de una ardua batalla en mi interior. Hace rato que no me río de verdad, que no me alegro a fondo, que no sé lo que es andar con el corazón estallado de amor y ternura. Y es ridículo. Todos los elementos indican que no hay razón valedera para sentir este agobio, esta opresión. Ayer lo hablaba con una amiga muy querida, que parece andar transitando un desarreglo similar (¿será la edá?). Hicimos el mismo recuento: tenemos trabajo, tenemos salud, tenemos un techo sobre nuestra cabeza y comida en la heladera, no tenemos grandes deudas y tenemos una serie de amigos maravillosos que saldrían corriendo en nuestra ayuda ante cualquier situación. ¿Cómo es posible que nos sintamos así, tan desganadas, tan desmotivadas? Personas llenas de proyectos, de intereses, de curiosidad, de impetu y por momentos no damos, no doy, pie con bola.
Hoy pensaba en el irrefrenable y magnífico optimismo que me envolvió cuando me vine a vivir sola. Había todo un horizonte, toda una vida nueva que se extendía frente a mí y eso me maravillaba sin fin. Todo era un bello desafío, todo era nuevo, todo era mío y para mí. Veía todo con los ojos del asombro, con los ojos de la novedad, con los ojos de la inocencia. Todo me parecía fabuloso. No sé dónde quedaron esos ojos ni esas munificiencias. Hace meses que me debato en rutinas que por momentos me sacan de quicio, que no paro de correr para nunca ir a ningún lado, que todo es lo mismo, que nada me sorprende, que todo me aburre o me resulta anodino muy rápidamente, más rápidamente de lo aconsejable quizás. Hace mucho que no me visita la gracia del amor, hace demasiado ya que todo es gris y oprobioso, hace mucho que el único ser que recibe mis caricias es Catina y que ella misma es mi única fuente de ternura. Tedio vital, le decían en el siglo XIX, pero sospecho que es algo más, mucho más profundo. El mundo exterior me parece cada vez más estúpido y espantoso y quitando los maravillosos remansos de la literatura, la poesía, la música y los amigos, está plagado de monstruos grotescos, deleznables y sumamente peligrosos que no quiero ver ni de casualidad. A veces pienso que nada de esto me ocurriría si fuera un ama de casa del conurbano como debía haber sido mi supuesto destino social; nada de esto acontecería por mi cabeza si yo fuera una ignara que no sabe nada de nada, que sólo mira telenovelas y cuya mayor preocupación es la correcta preparación de las milanesas para su marido. Pero entonces pienso en sor Juana, en Alfonsina, en Alejandra, en Olga y en todas las que escriben y escribieron y pasaron por rachas similares y se me pasa. Aunque la herida primordial no se cierra nunca.