Los abajenses se pusieron a discutir sobre autos y en todo el universo hay una sola persona en la que yo puedo pensar si de autos se trata: mi padre. Mi padre santo que se fue, hace casi cuatro años ya. Mi padre santo que nunca me enseñó a manejar, porque los dos sabíamos que eso iba a terminar mal. Qué idiota que puede ser el humano a veces (grande o chico, no importa): ¿quién mejor que un padre para enseñarnos algunas de las, ya que no todas, cosas esenciales de la vida como manejar? Pero en nuestro caso lo evitamos porque iba a ser para pelear. Los hijos, cuando los padres nos explican algo, solemos ponernos en ese modo odioso que podría traducirse como "te entiendo pero como me molesta tanto entenderte voy a fingir que no te entiendo para que te canses y me dejes en paz". Qué gran estupidez, insisto. No sé bien qué mecanismos operan allí, pero sé que es así. Y ahora que me dejó en paz, nada quisiera más que volver a estar con él, aunque más no fuera un minuto o dos segundos.
No es posible.
Lo que sí es posible es recordarlo, hablar de él, saber que otras personas también lo recuerdan con el mismo cariño. Ahora ya no importa si nos la pasábamos discutiendo, si todo lo que él hacía a mí me parecía mal, si nada de lo que yo hacía estaba bien, si quedaron tantas cosas sin decir, si no hubiera sido mejor hacer esto o aquello. Ahora ya no importa si yo dije, si él dijo, si yo grité o di un portazo (porque no me animaba a hacer otra cosa), si él hizo o no hizo o no sé qué. Ahora es tarde para todo, menos para la emoción y el recuerdo. Es igual de triste, pero no está mal.
El Rafa (Imagen: Analía Pinto, 2010) |
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