Sigo un poco remisa pero aquí estoy con el vivo deseo de proseguir compartiendo con uds. las maravillosas fotografías de Curious Expeditions y algunos fragmentos alusivos como para amenizar, mientras reordeno mi habitual caos emotivo, emocional y existencial e intento retomar los buenos hábitos, como el de postear a diario aquí, semanalmente en Fauna y ad libitum en el resto de mi flota blogguera (y se vienen un quinto y hasta un sexto blog... Los mantendré informados).
Hoy terminé de leer un libro de artículos y ensayos de Alberto Manguel, escritor argentino radicado en Canadá desde hace varios años, consuetudinario jurado del Premio Clarín de Novela vaya uno a saber por qué... El libro es mediano, digamos. En realidad, los artículos y ensayos son muy esclarecedores, dicen cosas que no por sabidas está de más volver a leerlas o considerarlas, pero tiene un exasperante tono monocorde (¿o quizá sea la traducción? pero siendo el traductor Marcelo Cohen, no debería ser culpa de él... bah, qué sé yo; a propósito, uno de los mejores artículos del libro de Manguel trata justamente sobre la ingrata y traicionera tarea del traductor...) cuyo peor efecto fue, por momentos, el no poder seguirlo con el entusiasmo que aquello de lo que estaba hablando sí me suscitaba. Porque Manguel es, como bien dice la faja del libro, "el don Juan de las bibliotecas", en el sentido de ser un gran esculcador de obras y autores poco conocidos, de acercar a los lectores a nuevas formas de ver las cosas y los libros, y, sobre todo, un gran difusor de las bellezas encerradas en páginas y versos.
Así pues, les comparto este fragmento, extraído de un artículo en el que procura dar con una definición, si la hubiera o hubiese, de qué cosa sea la literatura gay, sin que por ello se entienda solamente 'literatura escrita por homosexuales' (como si eso pudiera ser suficiente... aunque para muchos lamentablemente lo es) o 'literatura escrita para homosexuales' (con lo cual termina siendo todo tan discriminatorio como aquello que se pretende combatir):
"A mediados del tercer siglo a. C. el poeta cirenaico Calímaco emprendió la labor de catalogar el medio millón de libros albergados en la célebre biblioteca de Alejandría. Era una tarea prodigiosa, no sólo por el núero de libros para inspeccionar, desempolvar y situar en los estantes, sino porque entrañaba la concepción de un orden literario que, supuestamente, debía reflejar de algún modo el orden más amplio del universo. Para atribuir cierto libro a cierto estante -Homero a "Poesía" o Herodoto a "Historia", por ejemplo-, Calímaco tuvo que decidir antes que toda escritura se podía dividir en un número específico de categorías o, como las llamó, pinakes, "tablas"; y luego tuvo que resolver a cuál pertenecía cada uno de los miles de volúmenes sin etiquetar. Calímaco dividió la colosal biblioteca en ocho "tablas" que, en conjunto, debían contener todo hecho, conjetura, pensamiento o imaginación estampado alguna vez en una hoja de papiro; los bibliotecarios futuros multiplicarían aquel modesto número hasta el infinito. Borges recordó alguna vez que en el sistema númerico del Instituto Bibliográfico de Bruselas, el número 231 correspondía a Dios.
Ningún lector que haya disfrutado de un libro tiene gran confianza en estas formas de catalogar. Índices temáticos, géneros literarios, escuelas de pensamiento y estilo, literaturas nacionales o étnicas, compendios cronológicos o antologías sólo sugieren al lector uno entre una multitud de puntos de vista, ninguno abarcador, ninguno que raspe siquiera la amplitud y hondura de un escrito misterioso. Los libros se niegan a mantenerse tranquilamente en los estantes: Los viajes de Gulliver salta de "Crónicas" a "Sátira social" o "Literatura infantil", sin guardar fidelidad a ningún rótulo. Como la sexualidad, la lectura es multifacética y fluida."
Alberto Manguel, En el bosque del espejo.
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