7 de octubre de 2014

Bronca, furia, tristeza

Uno de esos momentos en los que todo pierde sentido. Todo se vuelve una burla feroz y despiadada, un chiste del peor gusto, una ironía alevosa y repugnante. Uno de esos momentos en los que romperíamos todo lo que se ponga a nuestro paso, sólo para restaurar un ápice de la justicia que reclama nuestro ego. Uno de esos momentos donde no alcanzan todas las frases motivacionales del mundo ni todos los libros de autosuperación ni nada por el estilo porque lo único que se quiere es estallar. Uno de esos momentos donde no sirve hacer yoga, entrenar o creer en las buenas intenciones de nada o de nadie porque lo único que hay es enojo. 
Bronca, furia, tristeza.
No es Catina que obstinadamente juega con los cables de la computadora o se trepa donde no debe treparse. No es la inflación ni el engaño horroroso del clima, la falsedad de otra primavera que no trajo ni una mísera flor de plástico bajo su brazo. No es la falta de inspiración o haber dejado la novela colgando de un hilo (el hilo aún se sostiene, como todo buen hilo). No es que el trabajo de pronto se haya puesto histérico y casi insoportable (siempre se pone histérico en algún momento del año y consecuentemente insoportable), no es que el búnker esté desordenado y revuelto. No es que ya no pueda ir a percusión, que haya tenido que dejar (¡otra vez!) danzas árabes, que el mes pasado no haya podido ahorrar ni un peso (ni uno, lo juro). No es nada de eso, aunque de algún modo también lo sea.
Imagen: Analía Pinto (2014)
Es otra cosa, más profunda, más tremenda, más horrible. Es haberlo olvidado. Es ya no pensar en él. Ni soñarlo ni, mucho menos, desearlo. Es saber que se fue, posiblemente para siempre, pero no porque se haya efectivamente ido sino porque entre medio de tantas cosas como las descriptas y muchas otras más, sin darme cuenta, lo dejé ir. No fue consciente. No fue algo dado ni estipulado. Pasó y no sé cuándo. Pasó y mi mente loca no puede creerlo. Exige el regreso, la vuelta, el reinicio de los cantos tan amados. Pero nada regresa, pues nada hay. No puede ser, se dice, con el mismo tono airado con el que le gritaba a Catina hace un rato. No es cierto. Pero lo es. El corazón ha dejado de dar esos brincos trepidantes ante la sola mención de su nombre (o de su sobrenombre). La respiración ya no se corta, las yemas de los dedos no duelen, el aire se escurre diafáno entre los pulmones. Todo lo que antes se irisaba y encrespaba a su solo contacto, hoy permanece impasible, como si le estuvieran hablando de economía o de física cuántica. Y todos los poemas, y todas las diatribas, y todos los registros de este amor se funden en una sola palabra: adieu.
Pero entonces duele más, duele muy mucho, porque ya no tengo nada. Si no lo tengo a él, si no tengo este amor o lo que haya sido, entonces lo que queda es la nada y les cuento que es bien horrible. Que acaso fuera preferible el averno tan hermoso, el vértigo, los demonios, el peligro, la incertidumbre, todo lo que coronaba una existencia de otro modo salpicada sólo por el monótono mar de la rutina. Que es exactamente lo que pasa ahora. Todos los días más o menos lo mismo, más o menos igual. Siempre, salvo excepciones, benditas excepciones, un embole atómico. Nunca más que suene el teléfono y presentir (saber) que es él. Nunca más soñar con él y al día siguiente encontrarlo en mi mail. Nunca más desear verlo y verlo prácticamente al rato. ¿Nunca más decir su nombre y amarlo, aunque esté lejos, aunque no vuelva...? ¿Nunca más la conexión cósmica, eso que lo trascendía todo, que no se repetiría (que no se repetirá) jamás? 
Nunca más, decía el cuervo. Nunca más, parece decir tanto enojo, tanta bronca, tanta tristeza.
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