24 de diciembre de 2008

Merry christmas con un viejo texto

Perdonarán mi holgazanería y pereza, pero en lugar de presentarles un texto brand new escrito para la ocasión, tengo ganas de compartir con uds. un desopilante editorial de mi querido boletín "La Granda Milito", escrito junto con Cristian Vaccarini en diciembre de 2004. La inclusión de este texto aquí no es ociosa ni banal, ahora que es posible que Cristian y yo volvamos a trabajar juntos y reflotemos, quizás, una de las secciones más maravillosas de aquella quijotada que duró más de lo que todos pensábamos y que siempre extrañamos mucho... Los tendré al tanto, puesto que puede ser el inicio no sólo de una bella amistad sino de otra faceta (¿otro desvío? ¿un nuevo y excitante meandro?) de mi carrera como escritora...
Feliz Navidad y que sus deseos los colmen de más deseos.


Querido Papá Noel:

Desde acá, un pedacito al sur de la Tierra, dos escribientes por quincena se dirigen a vos para pedirte que esta vez no pases tan raudamente como de costumbre. O en todo caso, que lo hagas, pero no sin antes llevarte en tu bolsa algunas cosas y personas que quisiéramos ver desterradas para siempre.
No seas malito, y andá colmando tu gran saco rojo, a medida que lo vas vaciando de juguetes, con los mercaderes de la alegría obligatoria; con los imberbes desesperados que tiran cohetes, petardos y otros artifundios pirotécnicos tres semanas antes de las fiestas que así lo ameritan; con los que antes de las doce del 24 o del 31 ya están irremisiblemente beodos y tambaleantes; con los que insisten en interminables brindis mientras la concurrencia se aburre copa en mano y los líquidos —burbujeantes o no— se calientan sin remedio; con los niños que agitan estrellitas y bengalas a toda hora y en cualquier lugar, con riesgo de incendio o de Hospital Santa Lucía; con los impacientes —de toda edad— que no pueden esperar y tienen que abrir sus regalos ya; con los peleones infaltables que inician rencillas familiares en medio de la mesa navideña sacando a relucir odios y rencores de vieja data; con los que se quejan del calor, o de la falta de éste; con los que critican las viandas y manjares que con tanto esfuerzo otros han puesto sobre sus platos; con los que le sacan la fruta abrillantada al pan dulce —¿qué queda entonces?— y con los que insisten en romper las nueces entre las palmas de las manos o contra la mesada; con los que dicen y repiten —todos los años— “que este año se cumplan todos tus deseos”; con los que apuntan intencionalmente el corcho de la sidra o el champagne hacia la única soltera del lugar (que casi siempre es la misma); con las de improviso inaccesibles agencias de remises; con los sobrinos teenagers que a las 00.01 horas ya vuelan hacia el boliche; con los que creen que la Nochebuena, mágicamente, restaurará en un solo movimiento las piezas del disperso rompecabezas familiar. A todos ellos llevátelos a tu desconocido rincón del Ártico y dejalos ahí hasta que dentro de casi doce meses empiecen a escaparse...
Sabemos que te pedimos demasiado pero nos contentamos con que, de a poco, vayas teniendo en cuenta nuestros pedidos y puedas, gradualmente, ir satisfaciéndolos. Nosotros no podemos dejarte agua y pasto para los renos, porque ya los reservamos para los camellos de Melchor, Gaspar y Baltasar, pero te obsequiamos algunos textos que, esperamos, puedan servirte de compañía en esta noche tan tan pero tan larga.

Que haya luz, paz y poesía en el mundo.

Los editores

10 de diciembre de 2008

Las bibliotecas curvas VII II (final)

Doy por finalizada esta serie de posteos. Los que ya hayan entrado a Curious Expeditions habrán visto que hay muchísimas más fotos de bibliotecas que las pocas que yo traje hasta aquí. Hoy, sin embargo, quiero postear la foto más extraña del conjunto, una que precisamente no es curva ni tiene nada que ver con las curvas... Aunque quizá tenga más que ver con los desvíos...
Como dije la última vez que anduve por acá son días locos, llenos de idas y venidas, de cambios de última hora (por ejemplo, ya es la tercera vez que reprogramamos el asado de fin de año con mis compañeros de trabajo), algunos proyectos llegan a su fin o toman nuevos rumbos, se concretan cosas que ya parecía que nunca iban a concretarse, otras tendrán que seguir esperando a que la rueda se vuelva a poner en marcha en marzo del año que viene y de la nada pueden surgir nuevos amores, romances y por qué no, la esperanza, ingenua, cursi, tonta, pero esperanza al fin, de que el año que viene las cosas serán mejores, lo que, en mi universo unilateral, mítico y pequeño quiere decir que pensaré menos en él y más en ciertas personas que me rodean e inquietan (en el mejor sentido del término...) cada vez más; que no perderé más tiempo añorando lo que fue, lo que no pudo ser o lo que ya nunca será y me concentraré en lo que sí puede ser (sobre todo si me animo a dar algunos pequeños pasos y unos pocos saltos); que no soñaré más con el temido/ansiado reencuentro sino que me preocuparé por los nuevos encuentros, los encuentros con lo desconocido, con los amores, los hombres, las historias y las ciudades que aún no revistieron con su luz mis pupilas... En definitiva, que tengo la ingenua, cursi y tonta esperanza de que el año que viene llegaré más lejos que en este y que, tal vez, por fin, pueda decir que he dejado atrás lo que tanto daño me hacía (y hace, cada vez que yo lo dejo).
Oops, no era la idea ponerme autorreferencial de nuevo, pero sabrán disculpar, también es una época propicia para este tipo de "informes" o de "estado de la cuestión". También es cierto que las noches están cada vez más dulces, más perfumadas, más olorosas, lenta pero persistentemente su oscuridad se pone cada vez más sedosa, más invitante, más diligentemente rabiosa y yo, ¡oh, al fin!, ya no deseo estar o pasar esas tibias noches, tan prometedoras, sublevantes e intoxicantes noches, con quien siempre he estado o he deseado hacerlo en el pasado, si no ¡albricias! con alguien que aún no conozco pero intuyo y vislumbro... ¿cómo no iba entonces a tener esperanzas?
Y tal vez esté rematadamente loca como el omnímodo y silencioso (pues molido a palos estaba) protagonista de la escena que copiaré a continuación, pero no me importa, al fin siento que hay luz al final de este túnel que he llamado "la vida sin I." y que de ahora en más será llamado, simplemente, la vida o eso que pasa mientras nosotros hacemos otros planes o eso que los libros se emperran, inútil y gloriosamente en retratar.

"Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento donde estaban los libros autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros pequeños; y así como el ama los vio, volviose a salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un hisopo, y dijo:
-Tome vuestra merced, señor licenciado; rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de las que les queremos dar echándolos del mundo.
Causó risa al licenciado la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le fuese dando de aquellos libros uno a uno, para ver de qué trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego.
-No -dijo la sobrina-; no hay para qué perdonar a ninguno, porque todos han sido los dañadores; mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos, y pegarles fuego; y si no, llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo.
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
-Parece cosa de misterio ésta, porque, según he oído decir, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que, como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa alguna, condenar al fuego.
-No, señor -dijo el barbero-; que también he oído decir que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto; y así, como a único en su arte, se debe perdonar.
-Así es verdad -dijo el cura-, y por esta razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto a él.
(...)
Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó el ama que tomase todos los grandes y diese con ellos en el corral. No lo dijo a tonta ni a sorda, sino a quien tenía más gana de quemarlos que de echar una tela por grande y delgada que fuera; y asiendo casi ocho de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos se le cayó uno a los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quién era, y vió que decía: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
-Válame Dios -dijo el cura, dando una gran voz-; ¡que aquí esté Tirante Blanco! Dádmele acá, compadre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento y una mina de pasatiempos. Aquí está don Kirieleison de Montalván, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalván y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente de Tirante hizo con Alano, y las agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores y embustes de la viuda Reposada, y la señora emperatriz enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es este el mejor libro del mundo; aquí comen los caballeros, y duermen y mueren en sus camas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas de que todos los demás libros de este género carecen. Con todo eso, os digo que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran a galeras por todos los días de su vida. Llevadle a casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto de él os he dicho.
-Así será -respondió el barbero-, pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?
-Estos -dijo el cura- no deben de ser de caballerías, sino de poesía; y abriendo uno, vió que era la Diana, de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género:) estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que los de caballerías han hecho, que son libros de entretenimiento, sin perjuicio de tercero.
-¡Ay, señor! -dijo la sobrina-. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como a los demás, porque no sería mucho que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caballeresca, leyendo estos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados cantando y tañendo, y lo que sería peor, hacerse poeta, que, según dicen, es enfermedad incurable y pegadiza.
(...)
-Pero ¿qué libro es ese que está junto a él?
-La Galatea de Miguel de Cervantes -dijo el barbero-.
-Muchos años ha que es grande amigo mío ese Cervantes, y sé que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena invención, propone algo y no concluye nada. Es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega; y entre tanto que esto se vé, tenedle recluso en vuestra posada, señor compadre.
-Que me place -respondió el barbero- y aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de Ercilla; la Austríada de don Juan Rufo, jurado de Córdoba y el Montserrat de Cristóbal de Virues, poeta valenciano.
-Todos estos tres libros -dijo el cura- son los mejores que en verso heroico, en lengua castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos de Italia: guárdense como las más ricas prendas de poesía que tiene España.
Cansóse el cura de ver más libros, y así a carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen; pero ya tenía abierto uno el barbero que se llamaba Las lágrimas de Angélica.
-Lloráralas yo -dijo el cura en oyendo el nombre- si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fue uno de los famosos poetas del mundo, no sólo de España, y fue felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio."

Miguel de Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha.

8 de diciembre de 2008

Las bibliotecas curvas, VII (I)

Como prometí, esta serie va llegando a su fin. Se acerca fin de año, consabida época de balances, de cenas, de asados, de reuniones, de reencuentros, de muchos nervios para unos, de mucha melancolía y soledad para otros, de recuerdos que lastiman o enfebrecen, pero también consabida época de nuevos romances, de esperanzas remotas que ya no lo parecen tanto, de promisorias piletas en las que zambullirse a pleno (literales y metafóricas), de chancletas que al fin se revolean, de espumantes bebidas cuyas burbujas cosquillean en el vértigo de las gargantas, de los sabores navideños anhelados o detestados, época de estrellitas, de bengalas, del por siempre inocuo y festivo chaski-boom... Y en medio de todo eso, los libros, la literatura, una vez más:

"El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez finito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: inevitablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies bruñidas figuran y prometen el infinito...
(...)
La escritura metódica me distrae de la presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas, las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población. Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el temor, pero sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos, inútil, incorruptible, secreta."

Jorge Luis Borges, "La biblioteca de Babel".

3 de diciembre de 2008

Las bibliotecas curvas,VI

Desde luego que esta serie de posteos sobre las bibliotecas, originada en este maravilloso sitio, no pretende ser exhaustiva ni nada por el estilo, por lo que después de hoy habrá sólo dos posteos más con lo que serán dos obras emblemáticas en lo que a bibliotecas se trata. Un leyente de estos desvíos me sugiere en los comentarios (¡gracias, Cristian!) un libro de Alberto Manguel que no tengo pero que procuraré conseguir, donde sospecho que han de estar citados muchos de los autores que fui desgranando aquí y probablemente la novela, paradigmática si la hay, cuyo fragmento traje hoy.
Fragmento del que me acordé cuando ya estaba cerrando el posteo anterior a éste. Vino a mí la imagen de uno de los personajes más enigmáticos con los que yo me haya topado dentro de las tapas de un libro... No sólo enigmático sino también tan parecido a mí, en algunas cosas, en algunos momentos, que la primera vez que leí lo que ahora copiaré juro que me asusté. Aunque luego me alegré de pertenecer a la estirpe de los autodidactos, je je...
"He dejado Eugenia Grandet. Me he puesto a trabajar, pero sin entusiasmo. El Autodidacto, que me ve escribir, me observa con respetuosa concuspicencia. De vez en cuando levanto un poco la cabeza, veo el inmenso cuello postizo, recio, de donde sale su pescuezo de gallina. Lleva un traje raído pero la camisa de una blancura deslumbradora. Acaba de sacar del mismo estante otro libro cuyo título descifro al revés: La flecha de Caudebec, crónica normanda de Mlle. Julie Lavergne. Las lecturas del Autodidacto siempre me desconciertan.
De pronto me vuelven a la memoria los nombres de los últimos autores cuyas obras ha consultado: Lambert, Langlois, Larbalétrier, Lastev, Lavergne. Me iluminé; comprendo el método del Autodidacto: se instruye por orden alfabético.
Lo contemplo con una especie de admiración. ¡Qué voluntad necesita para realizar lenta, obstinadamente, un plan de tan vasta envergadura! Un día, hace siete años (me ha dicho que estudia desde hace siete años), entró con gran pompa en esta sala. Recorrió con la mirada los innumerables libros que tapizan las paredes y debió decirse, poco más o menos como Rastignac: "Manos a la obra. Ciencia humana." Después tomó el primer tomo del estante del primer extremo derecho; lo abrió en la primera página con un sentimiento de respeto y espanto unido a una decisión inquebrantable. Hoy está en la L. K después de J, L después de K. Pasó brutalmente del estudio de los coleópteros al de la teoría de los cuanta, de una obra sobre Tamerlán a un panfleto católico sobre el darvinismo, sin desconcertarse ni un instante. Lo leyó todo; ha almacenado en su cabeza la mitad de lo que sabe sobre la partenogénesis, la mitad de los argumentos contra la vivisección. Detrás, delante de él, hay un universo. Y se acerca el día en que se dirá, cerrando el último volumen del último estante del extremo izquierdo: "¿Y ahora?"

Jean-Paul Sartre, La náusea.

1 de diciembre de 2008

Las bibliotecas curvas, V

Me faltaba encontrar (o elegir) algún pasaje literario que transcurriera en una biblioteca; sólo me faltaba uno porque los dos finales ya los tenía elegidos desde el comienzo mismo y cuando los lean comprenderán que era de cajón que así sucediera. Pero me faltaba el de hoy y me puse a recorrer con los ojos y la mente mi biblioteca y sólo aparecía el caos de sus estantes, en prolijo orden alfabético (adoptado luego de que el número de libros fue lo suficientemente respetable y las búsquedas lo suficientemente frustrantes como para reemplazar el viejo sistema del "orden de adquisición"), con su conveniente división en literaturas nacionales (están los estantes de literatura "universal", los de literatura argentina -que crecieron exponencialmente con la realización del diccionario y se transformaron en siete estantes -si contamos el piso como uno de ellos- y una mesa llena a rebosar de libros que no entraron en esos seis estantes + el piso, los de literatura española -que también crecieron bastante ya que amo dicha literatura-, los dos escasos estantes que le he dedicado a la literatura latinoamericana -y sí, mi espíritu cosmopolita prefiere siempre la literatura inglesa, norteamericana, francesa, rusa, etc.-, el respetable estante con los clásicos griegos y romanos, algunos en su idioma original, y el estante flotante e inexistente que alguna vez dedicaré a la literatura erótica, donde espero insertar, valga el verbo, una novela o una serie de cuentos ídem muy pronto), con el escozor que me produce no ver cada libro en su lugar, el escozor, el horror, la cosquilla molesta en la base del cráneo que ello me produce y la esperanza al decirme "será una bella tarea para las vacaciones ordenar la biblioteca" sabiendo que, muy probablemente, no lo haré, pero no importa, la intención también cuenta... Mis ojos vagaban, decía, perdidos, cuando rápidamente me dirigí a los estantes de mi amada literatura española (insisto) para más rápidamente aún dar con lo que estaba buscando... una escena que transcurriera en una biblioteca y no podría haber encontrado una mejor que ésta. De uno de mis autores españoles favoritos, de una de sus mejores novelas lejos y de una mordacidad y subversión flagrantes, tal como a él, un contrera (que no un hortera) cabal, le encantan (y tanto le encanta que hasta juega con su propia autorrepresentación en este pasaje):

DE NUEVO EN LOS PAPELES

Lectores de la Biblioteca Nacional: enterrados en el mausoleo de la cultura, vagáis por pasillos y salas de lectura como sonámbula hueste de espectros. Examinad la palabra Tumba inscrita en la pared, a la derecha de la entrada, Rue de Richelieu; pensad en que al cabo de un tiempo moriréis de una vez: ¿no sería mejor instilar algo de poesía en vuestras vidas, antes de pudriros también, como los libros y manuscritos que leéis, en otro vasto y crepuscular cementerio?
En el silencio fúnebre que os envuelve, eruditos pacientes, necrófagos ápteros, carcomen y devoran, como múridos, el saber programado. Parásitos de la historia, insectos de la filosofía, emulan las hazañas de la polilla. Como en hospitales y salas de disección, el aire apesta a yodo y formol. ¿No sentís deseos de emerger a la luz, percibir los aleteos del corazón, captar la brusca palpitación de la sangre? Abandonad el yermo sepulcro. Escuchadme.
Sin necesidad de introducir y espachurrar puñados de moscas entre las páginas de los clásicos, como cierto oscuro y maligno escritor en una modesta biblioteca de Tánger [se refiere a él mismo en su novela Reivindicación del conde Don Julián], podéis liberaros no obstante de vuestra torpe e inútil melancolía. Seguid, como yo, a una niña -Ina, Magdalen, Agnès, Dora- a alguna de las salas vetustas y sentaos frente a ella en la mesa, atrincherados con un muro de libros de consulta, procurando que el haz de la lámpara os mantenga discretamente en la sombra. Mientras ella recorre las páginas de algún manual piadoso o devocionario, exquisita en su traje de Primera Comunión, con velo y toca inmaculados y blancos verificaréis que su atención se centra, por ejemplo, en el contenido de dos obras alevemente incluidas en la colección de lectura infantil: Nuestra Señora de las Flores y El milagro de la rosa [se trata de dos novelas del francés Jean Genet, no aptas para niños...]. La adorable criatura absorberá las crudezas y obscenidades del texto con inefable candor. Sorpresa, interés, rubor, pasmo, se pintarán sucesivamente en su expresión, colorearán las delicadas mejillas. Su rostro soñador, las manos inmóviles en el regazo, la tela arrugada del vestido sugieren la existencia de una sensualidad naciente, tal vez la velada invitación a un dios todavía desconocido: algo como para robar el sueño al imaginario catador y estimular súbitamente su apetito. ¡Es el momento ideal para dejar caer una estampita a vuestros pies y suplicar que la recoja con sabia y bonachona sonrisa! Abriréis entonces la gabardina y se la enseñaréis: ¡en aquel lúgubre panteón del deseo, la dulce chiquita de ojos claros experimentará, estad seguros -y os lo hará compartir también a vosotros-, la emoción más terrible e intensa de su vida!

Juan Goytisolo, Paisajes después de la batalla.



P. D.: Como una súbita iluminación de lo alto acabo de recordar otras escenas de una novela aún más célebre que ésta, francesa ella, que también transcurren en una biblioteca, por lo que creo que habrá una yapa...
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