17 de noviembre de 2009

Language is a virus (and music too)

Sigue por aquí este aire crepuscular, melanco, antiguo, desgastado, un río yéndose a la deriva, una hoja desprendida de vaya a saber qué arbol, ya amarilla, ya caduca, pero aún crujiente y viva. Sigue este perturbador estado de cansancio y agotamiento físico y mental extremo que combate, sin embargo, con las ganas de hacer mil cosas a la vez (y hacerlas todas bien). No son sólo los libros los que pueden transportarme a este particular y encantador (por lo decadente) zeitgeist, sino también la música.
"De ahora en adelante / la música vendrá a azotarme / será el látigo que nunca nadie usó", escribí en un poemario que aún no ha sido dado a la luz. Pero su significación era otra. Se refería, ciertamente, a determinada música, a la música compuesta y ejecutada por determinado músico, que juzgo innecesario nombrar a esta altura de las circunstancias. Me refería a su música, claro está (claro está para mí, vaya usted a saber qué interpretará el público lector o los esmerados filológos a la vuelta de las eras a partir de esa música que vendrá a "azotarme").
Es otra la música que viene a instilarme su porfía y su deja-vu en estos días. Todos tenemos pecados musicales inconfesables. Los míos no son muy escandalosos (bueno, depende cómo se lo mire), pero orgullosamente puedo decir que Ricardo Arjona me parece, cuando menos, vomitivo, el más expeditivo y seguro de los laxantes. Lo mismo me sucede con todo un rango similar de "cantautores latinos" con los que otras mujeres sencillamente mueren mientras se humedecen sus bombachas. Con la llamada "música nacional" me sucede algo similar: la mayoría de las bandas pasadas y actuales me parecen horribles, aburridas, previsibles, con las honrosas excepciones de Divididos (obvio), Babasónicos y alguna otra que ya ni siquiera existe, como Los Brujos. Pero una banda del pasado que para mí siempre vuelve y que vuelve a traerme una época que quedó muy, pero muy muy, atrás es Virus.
Ahora que puedo escuchar música en mi trabajo, para el forzado beneplácito de mis compañeros (mejor no hablemos del gusto musical de algunos de los sujetos que trabaja allí dentro...), en lugar de llevar música de mi propia colección, cosa que los espantaría sin remedio y me confinaría al mayor de los ostracismos (sinceramente, díganme, quién se bancaría todo un disco de guitar craft, por ejemplo, sin mencionar, claro está, no todo un disco sino ocho horas seguidas de Frank Zappa...) opté por revisar sus máquinas (¡oh benditas carpetas compartidas!) y ver qué encontraba allí. Luego de llevarme muchas sorpresas agradables (como discos de Primus y Liquid Tension Experiment que no tenía) me encontré también con un hermoso disco de Virus, el famoso doble en vivo que en estos días vengo haciendo sonar contra viento y marea...
Hay algo mágico en esa banda. Mejor dicho: había algo mágico en Federico Mouras y murió con él, sin duda. Pero escuchar a Virus me lleva a mi más tierna infancia. Cuando Mouras falleció yo apenas tenía doce años pero ya hacía bastante que venía escuchándolo. Que veníamos escuchándolo, debo ser sincera, porque el disco era de mi mejor amiga de aquel entonces. Ella se había comprado el casette (¡qué antigualla!) de "Locura", un disco perfecto de principio a fin, mágico, insisto, con esos arreglos de teclados hiper-ochentosos, con esas letras sensuales y poéticas, con la dúctil voz de Federico seguramente en su mejor momento... una gloria de disco es. Y lo escuchábamos en interminables tardes en su casa, en uno de esos horrendos e infaltables grabadores con radio, sin equalización alguna y por alguna razón incomprensible nos encantaba. Digo "razón incomprensible" porque ahora, a la vuelta de las eras, vuelvo a escuchar esas letras y me percato de que trataban cuestiones que atañen, principalmente, a quienes están nel mezzo dil camin di nostra vita, o sea, a los treintañeros, o sea yo hic et nunc. ¿Qué podía comprender yo entonces de obsesiones amorosas, de pieles sensuales y perfumadas, de estar atrapada por quien te va a atrapar, de ser tan feliz que la dicha invade mi felicidad, de querer estar todo el tiempo enamorado, de esas noches llenas de calor, llenas de ansiedad, de los caramelos de miel entre tus manos y de otras tantas -ahora- clarísimas referencias sexuales? Por no hablar de una canción como "Sin disfraz", una abierta declaración de homosexualidad. ¿Qué era lo que llamaba tanto mi atención? ¿Entendía algo? ¿No entendía nada y me fascinaba igual?
Luego, durante años enteros, no volví a escuchar esas canciones. Pero, hace un par de años, cuando en una visita a Zivals encontré el CD de "Locura" en oferta y volví a escucharlas, todas vinieron a mí como si nunca se hubieran ido, como si siempre me hubieran estado acompañando, y más las escucho y más las comprendo y menos entiendo, entonces, qué me podía gustar tanto a esa "tierna edad". Así, escuchar a Virus ahora me lleva de vuelta a esa niña extrovertida y charlatana que yo era (algo pasó luego con ella, todavía estoy tratando de averiguar qué, que la volvió exactamente todo lo contrario) y me lleva también a otro lugar, impensado, imaginario, ¿inexistente?, a interminables noches de verano en un jardín rezumante y perfumado, con ricos licores a la mano y con un hombre escandalosamente sensual y atractivo aún más a mano... Que es, aprovecho a decirlo, mi ya no tan secreto deseo para el verano que, lento, sinuoso, tranquilo, se va acercando.
Aquí, otra de mis canciones favoritas, de una poesía exquisita ("un remolino mezcla los besos y la ausencia / imágenes paganas / se desnudan ensueños..."):

15 de noviembre de 2009

El museo de la soledad

Es esa época del año donde el cansancio se siente más que nunca. Donde la promesa de las vacaciones, el sol y el tiempo libre es prácticamente lo único que nos (me) permite levantar la cabeza de la almohada cada mañana. Es ese momento en el que nos decimos, sorprendidos, ¿ya estamos en noviembre? Y con igual asombro ya vemos asomar los horrendos arreglos y ofertas navideñas en los negocios céntricos. Ya está. El año ya se termina. Se va. Uno más. ¿Y qué nos dejó? Dejo esa respuesta para el momento del balance, que es, por supuesto, diciembre.
Pero algo que recuperé con creces este año fue la lectura. Volví a mis mejores épocas de devoradora de libros. No compré tantos como solía comprar antaño por la sencilla razón de que ya no tengo lugar donde ponerlos (es decir, se apilan en cimbreantes columnas en una mesa unos; otros van a parar arriba de los que milagrosamente aún conservan su lugar en los anaqueles), pero sí leí pilas y pilas aprovechando las horas de viaje diarias que tengo en el tren. Leer mucho es lo mejor que un escritor puede hacer. Por contacto, por ósmosis, por admiración las estructuras, las formas y todo aquello que hace a nuestra actividad se van metiendo en el inconsciente, instilando sus benéficas acciones, y afloran en los momentos indicados, es decir, al momento de fabular y luego corregir.
Posiblemente este posteo debió haber ido a parar a Fauna Abisal pero como no quiero hacer un análisis sino simplemente compartir unos fragmentos he decidido colocarlo aquí. Poco sé de este autor, más bien nada, sólo que es español, que se llama Carlos Castán y que su libro de cuentos Museo de la Soledad es hermoso. Me acompañó durante esta última semana con maravillosos cuentos de belleza otoñal, crepuscular, antigua y moderna a la vez. Perfectamente bien escritos, con buenas tramas pero, sobre todo, con pasajes llenos de verdades y sentencias tan duras y tan hermosas como diamantes, que son los que quiero compartir en este domingo nublado, apto para arrebujarse en las siempre cálidas páginas de un libro:

"Un hombre y una mujer se aman, ese hombre y esa mujer se dicen adiós para siempre y mientras tanto no dejan de sucederse las guerras y las estaciones y siguen saliendo los periódicos y el sol y los barcos y a nadie le importan todos los que tras ventanas anónimas lloran cada noche boca abajo tumbados en la cama, los que confunden su alma con esa ausencia que crece, como una amarga nube de nada, llenándoles el pecho."

"Había saltado al ruedo de improviso, al territorio donde se cruzan por el aire las amenazas a gritos y la furia del deseo, las palabras de amor y los insultos, me sentía empapado de todo ese peligro, sucio y vivo y canalla, a pecho descubierto. Ya nunca más volvería a estar a salvo: era un guerrero traidor, pero hermoso, con la cabellera suelta contra todos los vientos."

"Ser solitario, piensa, es habitar más que nadie la memoria y el deseo y, en cambio, haber desaparecido hace tiempo de los recuerdos y las ganas de los demás; mucho más que la soledad física, lo que duele es ese estar ausente de todas las conciencias, no vivir en cerebro ajeno, saber que no aparece tu nombre escrito en ninguna agenda."

"Lo que a uno va a cambiarle la vida puede estar acechando detrás de la siguiente esquina en forma de dulce perfume, sombra filosa o música que se descuelga sin avisar hasta el centro de nuestras entrañas; pero también puede suceder que durmiera durante años entre las páginas de un libro que nunca antes habíamos abierto, y que un día el azar pone ante nuestras narices envuelto en papel de regalo, con toda esa inocencia, junto a una tarta de cumpleaños."

"Como todo el mundo, diseñó un ser que encarnara una idea, a imagen y semejanza de su deseo. En el amor, si bien miramos, sólo nuestras propias creaciones nos deslumbran."

"La ausencia tiene un peso. No sé si puede haber un lastre más pesado que la ausencia."

"Por lo general, la gente borra de su memoria lo desagradable, todo lo que le araña o arañaría, desde dentro, y compone la película de su vida a base de fragmentos favorables, instantes atrapados al vuelo para ser colocados en un álbum imaginario con su nombre en la cubierta de terciopelo, que en realidad no es otra cosa que un hatajo de sucias mentiras."

"Nunca una confidencia, ni una mirada especial, de esas que se nos quedan unos minutos dentro como una música que parece que nunca va a terminar del todo de abandonar el aire, ni una palabra sentida."

"Yo me preguntaba qué clase de cosas podría haber expuesto un hombre así en las vitrinas de una sala que llevara el nombre de "Museo de la Soledad". Y, por encima de todo, no podía evitar preguntarme qué habría puesto yo en su lugar. Más que objetos, se me venían a la mente historias y música, esos discos que ponemos los días de lluvia al principio del otoño para que nos ayuden a leer los latidos amargos que nos llaman a veces desde el pecho, y también imágenes como un velero perdido en el centro del mar, una tienda de campaña agitándose bajo una tormenta de nieve en el Polo Norte, o un niño en el patio de recreo con el que nadie quiere jugar y, sentado en el suelo, hace garabatos en el tierra con el mango de un polo de peseta."

"En mi opinión, un Museo de la Soledad tendría que ser más bien una colección de historias, un racimo de relatos que dejaran un regusto al licor a granel y a la ceniza fría de tantas noches como quedaron atrás, vacías y heladoras en la memoria."

"(...) uno de esos besos largos como túneles infinitos repletos de esa húmedad oscuridad de fresas y de música y de sangre que gira y que se enreda (...)"

"La memoria va tejiendo pegajosas trampas y, en el momento más inesperado, la identidad se quiebra como una copa de cristal."

"Y también hay recuerdos que no quieren irse, dolores que regresan siempre, fantasmas carniceros. Digamos que eso es así, que no existe la manera de arrancarse el peso de ciertas derrotas. Pero, no sé, en los recodos de algunos caminos puede aguardar el Séptimo de Caballería y tener ojos verdes, por ejemplo, y una mirada en la que poder ser otro. Quizá no sólo fieras acechan en la niebla."

Carlos Castán, Museo de la Soledad. Espasa, Madrid, 2000. 
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