21 de agosto de 2010

La inminencia del cambio (curvas en acción)

Ya está. No falta casi nada. Todos los libros (que me voy a llevar) están empaquetados. Las bibliotecas, inquietantemente vacías. La estantería (que no me iba a llevar) se rompió luego de soportar durante tantos años el peso de tantos libros (convengamos que nunca fue esa su misión y que la desempeñó de puro buena que era). La ropa también está empaquetada. Y las cosas de cocina que fui rescatando de aquí y allá. Y hay cajas, cajitas, cajotas y cajoncitos con más y más porquerías (todas mías) dentro. Eso que yo tan primorosamente llamaba "el estudio" ha sido desmantelado, y mi ser acumulativo y expansivo ahora tendrá que adaptarse a las reducidas dimensiones de un monoambiente platense... Mi (actual) habitación subyace en un estado parecido. Como dije, ya está. 
Cuando comience la próxima semana, todo habrá cambiado: nuevo hábitat, nuevos paisajes, nuevas rutinas, nuevos olores, nuevos colores, incluso sabores, nuevos horarios, nuevos días que vendrán a renovar una rutina que ya entumecía demasiado a mi siempre inquieta animula vagula blandula... Cuando comience la próxima semana, otra será la realidad, otra la música (aunque la canción siga siendo la misma), otro el aire, otro el ritmo y el candor. Otros serán, qué duda puede caber, los poemas. Otros, al fin. 
Y como no tendré Internet en mi nueva casa, las apariciones en este y en los demás blogs estarán supeditadas a los momentos propicios para ello en el trabajo (shhhh) o bien a las esporádicas visitas a algún ciber lugareño o a la buena de Dios, quién sabe. Presiento que estaré ocupada con muchas otras cosas... pero intentaré mantener cierto ritmo. Como tendré mucho tiempo libre para leer (y reseñar lo leído...), es mi intención volver a los posteos semanales (o, por lo menos, quincenales) en Fauna Abisal, entre otras tantas intenciones. También quiero (debo) volver a cocinar, a hacer las compras, a llevar la ropa al lavadero, a limpiar la casa, etc. etc. También quiero salir a pasear, ir a todos esos lugares de La Plata que, por una u otra causa no visité antes: la catedral, el museo, el Teatro Argentino, La Salamanca, etc. También quiero recibir en mi nuevo hogar a mis amigos y compañeros de trabajo, dictar mis propios talleres de poesía, conocer otras voces, otros ámbitos, salir de este "aplatane" y empezar una auténtica vita nuova...
Por todo lo anterior, no se extrañen si en los próximos meses las curvas se repliegan un poco: estarán muy ocupadas, como podrán ver. 

8 de agosto de 2010

Siguendo con la curva bibliómana

Por todos lados se dice que están destinados a desaparecer. Que serán reemplazados. Que ya no habrá lugar para ellos. Que todos tendremos nuestras pantallas portátiles y otros dispositivos semejantes. Que ocupan mucho lugar, que si no están ordenados no sirven para nada, etc. Que se van a terminar. Que no son ecológicos. Que se editan más de los que realmente se leen. Que no hay manera de leerlos o tenerlos todos. Que aspirar a esto es imposible. Que son inútiles, que no son prácticos. Y así. 
Y yo digo: mentira. Mienten, mienten los que suponen que los días del libro se acercan a su fin. Desde que el bueno de Gutenberg tuvo su extraordinaria idea que muchos agoreros vienen diciendo lo mismo y ya lo ven. Habemus aún libros. Seguramente es cierto que se editan muchos libros, incluso demasiados. Seguramente también es cierto que la mayoría de lo que se edita es una porquería y no vale la pena poner en marcha semejante maquinaria para algo tan pobre o ñoño o lo que sea. Eso no significa que el libro deba dejar de existir. Tampoco significa que no pueda haber otros soportes para el conocimiento, puesto que de hecho los hay. Pero el libro, el libro literario, a mi juicio, es irremplazable
Tengo en mi computadora libros en PDF. He de decir la verdad: jamás los leí. Jamás los voy a leer. Ni siquiera si tuviera la más moderna, liviana y rápida de las laptops. Leer en una pantalla es un acto del todo diferente a leer las páginas de un libro, páginas que uno puede sentir, tocar, oler, acariciar y, sobre todo, ver. Y, por supuesto, anotar, subrayar, marcar. Es como leer una galerada: eso no es todavía un libro. Leer en pantalla, además, es una experiencia sujeta a distracciones tan enormes que es un milagro si uno logra leer unas cuantas páginas de un tirón. Pero no es mi idea tirarme contra lo que ya parece inevitable, sino seguir abonando mi amor por los libros (para los geeks anti-libros, les dejo estos datos, que me parecen altamente significativos y que respaldan lo que acabo de decir). 
Porque no soy la única, y lo compruebo día a día. Todavía hay gente que, al igual que yo, aprovecha el viaje en tren para leer. También hay gente que, como yo, se define a sí misma como bibliómana y gente que hasta tiene el buen gusto de reunir fotos de bibliotecas, libros y estantes para otros bibliófilos amantes. Es que, como dice el nombre de esta maravillosa página, "book lovers never go to bed alone". 
Pero mi amor imparable por los libros, o acaso, como bien se dice aquí (ver los comentarios), esa terrible angustia e inquietud por nuestra propia finitud que se traduce en la insensata acumulación de libros, se encuentra en crisis. Como ya dije ayer o antes de ayer, mi nuevo hogar será pequeño y no habrá espacio para albergar las 2800 almas que ya tiene mi biblioteca. Desde hace aproximadamente una semana, vengo haciendo periódicos recortes y amontonando pilas de libros que no vendrán. Así y todo, los posibles candidatos a habitar mi nuevo lugar siguen siendo muchos. Muchos más de los que seguramente cupirán allí. Sucede que este año, por algunas circunstancias que podríamos llamar azarosas, he comprado muchísimos libros. Más que de costumbre incluso, ya que iba a un taller de escritura creativa enclavado en pleno corazón de la calle Corrientes, mi meca personal. Y, por si no fuera poco, en el camino hacia el Pasaje Dardo Rocha, lugar donde yo doy taller, tenía que pasar no por una si no por dos librerías, las cuales me llamaban cada miércoles con sus cantos de sirena y así todas las semanas el caudal de libros se iba incrementando e incrementando... hasta ahora. 
Desde que empezó agosto que estoy en abstinencia. Sé que no durará, sé que en cuanto pueda me escurriré hacia ese infame bazar de la calle 1, enfrente de la estación de tren, que al fondo tiene pilas y pilas de libros para revolver, algunos a precios rídiculos de toda ridiculez y donde el vendedor ya me conoce y hasta me hace todavía más precio. Sé que en cuanto vuelva a andar por Corrientes visitaré Lucas y arrasaré con algunos libros usados (ya van dos veces que encuentro libros de Erica Jong allí) y, por supuesto, con los inapreciables mamotretos de súper-oferta de 10 libros x 10 pesos. Sé que en cuanto pueda volveré al Parque Rivadavia y haré estragos. Pero.
¿Dónde voy a poner todos esos libros ahora, si ni siquiera sé si podré llevarme todos los que deseo de mis libros actuales? ¿Qué criterio de selección triunfará al fin? Primero usé el que me pareció más lógico: si en quince o veinte años no había leído el libro en cuestión era muy probable que tampoco lo leería en el futuro. Esa fue la primera criba. Luego pensé que los libros muy pesados iban a entorpecer grandemente la mudanza y salvo excepciones (como La regenta o Miedo a los cincuenta), todos los libros demasiado grandes o pesados fueron a parar a la pila de los que "se quedan acá". Sin embargo, eso no redujo en mucho la cantidad de libros que sí iban a ser llevados. Opté por un nuevo criterio: mamotretos que sólo a mí me interesan y que compré por razones completamente absurdas o inexplicables. Eran muchos, pero aún así, los estantes seguían sin decrecer demasiado. Otro criterio vino a ayudarme: libros que ya había leído y que, aunque me habían gustado, no me parecían imprescindibles. Es decir, que no volvería a leer. Bien, sacamos varios más. Pero falta. Oh, Dios, cuánto falta. Más los miro y más me digo que no van a entrar. O que van a entrar ellos y yo voy a dormir en el baño o en el pasillo. Entonces hay que extremar las cosas y ser completamente sincera delante de cada uno de ellos y preguntarme si realmente lo voy a leer alguna vez o si tiene algún sentido que ocupe el lugar de otro libro que quizás me interese más... Bien, la pila de los que no vienen sigue creciendo. 
Así y todo, sigue siendo más grande la pila de los que sí van. ¿Qué hacer entonces? Desde hace un rato que estoy pensando en llevar nada más que lo imprescindible. Todo este proceso me ha llevado desde los criterios más amplios (los más tramposos, desde luego) hasta los más certeros. Ahora, ¿qué entiendo por un libro imprescindible? Los mismos que siempre dije que salvaría en una catástrofe más mis autores favoritos más ciertos libros (o autores) por los que tengo un cariño especial... Y nada más. Creo que sólo así la pila de los libros que vendrán, de los pocos que van a entrar, tendrá el tamaño acorde a mi nuevo lugar. No sé si seré capaz de reducir tanto mi "arqueología personal" pero puede ser un reto interesante. Incluso pensé (pero no lo haré, lo sé) en no llevar ningún libro. Todos los estudiantes de Letras conocemos la leyenda áurea de Eric Auerbach, el insigne autor de Mímesis, libro que escribió exiliado en no recuerdo qué país, sin ninguno de los libros de su biblioteca a mano. Pero aún con ese antecedente tan magno a la vista me resisto a la idea de dejar todo acá y no llevarme nada. Parece más factible llevar sólo lo imprescindible (los libros de mamá Erica, de Cortázar, de Borges, el Quijote y toda la bibliografía que tengo sobre él, los libros de poesía, los diccionarios y otros libros de consulta, los libros de Umbral, de Baudelaire y de los nuevos dioses que he descubierto en estos últimos años, Maupassant, London, Stevenson, Kundera, etc., los autores que he destacado en Fauna Abisal, digamos) y pensar que no representa una pérdida no poder llevarlos todos conmigo si no, más bien, un triunfo sobre mi antiguo yo. 
También es cierto que ni bien pueda, una nueva biblioteca se iniciará (y será continuación de esta) en mi nuevo hogar. Tal vez un libro baste para representar a todos los otros ya que, como sabemos los que los amamos, todos los libros literarios dialogan entre sí, no son más que una larga conversación a través de las eras y los siglos. 

6 de agosto de 2010

Curvas en movimiento, bis

La decisión fue tomada. Y, milagrosamente y contra todo pronóstico, llevada a cabo por una personilla que no se destaca justamente por hacer las cosas así: de una y sin vacilaciones. O tal vez sí, y no lo sabía. La tipa buscó, encontró y reservó depto. Ahora tiene que esperar. 
Y mientras tanto, apronta los bártulos porque ahora sí, esta vez es "denserio". Esta vez se va. Y ya sabe que la están esperando con los brazos abiertos, allá en su nueva, próxima ciudad adoptiva. Tanto renegó, tanto se negó, tanto se obnubiló con las luces del centro, pero al final su corazoncito decimonónico pudo más y allá se va, a la capital de la provincia, a la gran diagonal, a la ciudad masónica por excelencia, hija directa de la generación del 80, a la que ella misma es tan afecta (véase aquí). Las curvas se mueven y no pueden más de la excitación que todo esto significa. Las curvas quieren más, quieren hacer todo lo que hasta ahora no pudieron hacer, no importa ya por qué razones. ¡Las curvas se van!
Pero allí donde vayan, algo siempre las seguirá: sus libros. ¿Qué hacer con su enorme, desmesurada como toda ella, biblioteca? Es de suyo evidente que 2800 libros no van a entrar en un monoambiente. Es de suyo evidente que hay que elegir (o bien, como dicen las voces psi-, "algo hay que resignar"). Las curvas hicieron de tripa corazón y empezaron a elegir qué libros se llevarán a su nueva morada. Primero de a poco, haciendo trampa, o eligiendo lo más obvio. Pero después las curvas se dijeron "seamos realistas" y empezaron a cribar la biblioteca de verdad. "Si un libro está acá desde hace quince o veinte años sin ser leído, es bastante presumible que tampoco será leído en el futuro", se dijeron a continuación y volvieron a sacar libros de los estantes. 
Pero, ay. Es duro. Sepan comprender. Nuestra chica rumiante es una bibliómana, que es un estamento diferente dentro de la bibliofilia. No es de esas personas que buscan incunables en las casas de antigüedades de San Telmo ni, mucho menos, de esas personas que atesoran libros firmados por celebridades literarias. No, no, aunque tenga algunos libros autografiados. No tiene tampoco ediciones raras (aunque sí) en sus anaqueles. La rumiante en cuestión es una buscadora de tesoros ocultos, una descubridora de verdaderos filones de maravillosa literatura a precios siempre ridículos e increíbles. Es de esas personas que puede pasar doscientas veces delante de una librería como El Ateneo o Yenny sin prestarle jamás atención, pero que muy díficilmente deje de entrar en cualquier antro o pequeño bolichón donde se vendan libros usados. Es una fanática de la calle Corrientes. Una veterana del Parque Rivadavia. Una admiradora de Lenzi (ver aquí). Una degustadora de los cambalaches donde se vendan libros, de cualquier puestito donde asomen sus colecciones favoritas y donde siempre aparece su gesto de "ya lo tengo". ¡Cómo no lo va a tener si en veinte años de bibliomanía ya juntó esta cantidad infernal de libros!
Ahora tiene que elegir. Se vio obligada a elegir. El lugar es chico pero el corazón y la biblioteca (aunque en versión reducida) siempre serán grandes. 
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