29 de abril de 2014

Un día con muchos significados

Hoy es un día en el que se superponen muchos significados, aunque a primera vista no lo parezca. En el orbe que nos contiene, es el día del animal. Ya he dicho por aquí que no me gustan mucho las conmemoraciones de "el día de...", aunque también, y en flagrante y bienvenida contradicción, he escrito sobre varios de estos días. Hoy volveré a hacerlo, porque estoy viviendo algo maravilloso que no puedo dejar pasar. Pero hoy, también, hubiera sido el cumpleaños número 67 de mi mamá. 
Ni siquiera puedo imaginar cómo sería si ella hubiera llegado hasta acá, ya que falleció a los 36 años. No se me ocurre cómo podría haber sido ni ella físicamente ni mi vida ni nada si todo hubiera seguido su "curso natural", suponiendo que existe un curso y más aún uno natural. Son pocos los recuerdos que guardo de ella (en opinión de mi psicoanalista, demasiado pocos), pero son lo suficientemente intensos para que cada tanto aparezca en sueños o en algún escrito. A veces tengo la impresión de haberme olvidado de su voz, pero luego reparo en que no, en que en algún lugar de la psique sigue repicando con absoluta claridad. Me quedé con ganas de tantas cosas (de preguntarle, de saber, de conocer, de aprender) que ni siquiera sabría por dónde empezar si pudiera volver a verla. En sueños la he visto infinidad de veces, así como en esos recuerdos (pocos, muchos, ¿importa?) que perduran. Sé que algo de su carácter, de sus modos y de su sensibilidad persisten en mí. Sé que hubiera querido otra cosa en la vida, sé que fui un triunfo para ella, pero no sé mucho más. Y me lo estuve preguntando amargamente, todo eso que no sé, en las incontables sesiones de terapia que le dedicamos con M. También sé que me parezco mucho por momentos y que heredé todas y cada una de sus curvas, las mismas que con tanto orgullo paseo por estas páginas y por las calles platenses. ¡Pero habría tanto más que quisiera haber sabido! ¡Cuánto hubiera necesitado una oreja femenina, una oreja de madre, una caricia de madre, un abrazo de madre en tantos y tan incontables momentos! No pudo ser. Tuve que conformarme. Por suerte, hubo madres literarias que, aunque tal vez llegaron un poco tarde, estuvieron y suplieron algunas de esas carencias. 
Y hablando de carencias... hoy pensaba por qué me negué, durante cuatro años, a tener nuevamente un gato en mi vida. Me amparé en la regla del fuckin' consorcio de este edificio que establece que no se admiten mascotas de ningún tipo (shhh). Pero ahora que Catina está conmigo y que nadie me ha dicho absolutamente nada (y hasta tengo preparado un discurso si alguien lo hace), me doy cuenta de que eso era una burda excusa para soslayar lo que realmente pasaba: el miedo, una vez más. Miedo a hacerse responsable de otro, en este caso de un pequeño, mimoso y peludo otro felino. Miedo a todo, miedo a que le pase algo, a que se escape, a que se enferme, a que se lastime, a que quede atrapado en algún lugar, a que rompa algo, a que se robe la comida, a que... (la lista sigue). Buenas noticias: nada de eso ha pasado hasta ahora. Catina llegó y me conquistó enseguida con su cara de pilla, su lustroso pelo negro y sus ojos verdidorados como dos farolas parisinas. Me conquistó con sus motorcitos, sus repetidos besos ásperos, sus juegos, sus mimos. Vino a llenar ese espacio de las carencias con su infinita sabiduría y amor felino. Vino a llenar lo que tanto necesitaba ser llenado de mimos y cariño y vaciado de miedos y frustraciones. Vino a formar un nuevo hogar, un nuevo lar, un nuevo destino.

Catina y yo (2014)

28 de abril de 2014

Por qué no miro tele

Renuncié a la televisión hace cuatro años, exactamente cuando me mudé aquí, a La Plata. Mi búnker es muy pequeño y traer la tele que había en mi otra casa implicaba resignar mucho espacio, más útil y necesario para otras cosas (léase libros). No tuve la menor duda al respecto y jamás me arrepentí. Vivir sin televisión es una de las mejores cosas que me ha sucedido en la vida.
Se me ocurrió hablar de esto porque he reflotado las alertas de Google (ver aquí) y entonces encuentro que Samsung está por presentar o ya presentó un televisor curvo. No sólo las teles actuales (o "los teles" como les dicen los platenses) son ya el paroxismo de lo plano y lo chato (en todo sentido...) sino que además ahora también serán curvas. Esto produce alguna clase de efecto visual despampanante, intuyo, o debe tratarse de una jugarreta comercial más. No importa. Importa que se puede vivir sin ese dichoso artefacto.
Y se puede porque existe Internet. De lo contrario creo que sí, que me hubiera costado mucho más el cambio, la renuncia, la carencia de esa cubo omnímodo y omnidireccional con su interminable cháchara desestabilizante y paranoiqueante (en todo sentido). Quiero aclarar, antes de que alguien salte a decirme algo, que lo que más deploro de la televisión son los canales de aire y dentro de ellos los noticieros y los programas como el que vuelve hoy (no me hagan nombrarlo, por favor). Soy perfectamente consciente de que existen (o existían, no sé ya) canales de calidad, interesantes, educativos, distintos, etc. Lo sé. Tampoco los extraño, si me preguntan. Internet suplió mi moderado deseo de ver alguna serie a la hora de la comida, el momento más crítico para cualquier persona que vive sola. Una vez que encontré sitios con todas las temporadas de Seinfeld, Friends o Two and a half men, todo quedó solucionado. Más todavía, pude ver Dr. House completa y en inglés, sin molestas publicidades en medio y en castellano como la enganchaba a veces en AXN (¿sigue existiendo?); lo mismo Sex and the city, Huff, Californication, y hasta Los Simuladores (ya ven que tampoco me engancho con las series que mira todo el mundo: no vi Lost, no veo Game of thrones y no vi Breaking bad, ni pienso verlas porque ME ABURRIERON HASTA LA MÉDULA ÓSEA Y MÁS ALLÁ hablando sin parar de ellas por todas partes). Y así, una vez que uno conoce el deliquio de ver lo que le gusta en su idioma original y sin interrupciones es muy difícil volver atrás. 
Por otra parte, como el cine ha sido siempre una asignatura pendiente en mi vida (sé que debo ver más, sé que debo ver ciertas películas, etc.) tampoco me preocupó demasiado perderme los "canales de películas", habida cuenta de que no miraba muchas y de que cada vez que se me daba por ver algo, irrumpían las malditas publicidades (todavía recuerdo que en 1993, cuando desembarcó el cable, al menos en mi casa, la gracia era no ver publicidades). Cuando apareció Cuevana, ese aspecto también quedó solucionado. Ahora hay cientos de páginas que ofrecen lo mismo.
¿Para qué, entonces, mirar televisión? ¿Para qué estupidizarse de esa manera? ¿Por qué estar pendiente de los repugnantes, monstruosos y malignos noticieros, como estaba mi viejo, por ejemplo? ¿Por qué creerle a esa máquina de generar caos, confusión, miedo, resentimiento y engaño? Hay personas, me consta, que creen que "la realidad" (suponiendo que podamos siquiera llegar a comprender qué sea) es lo que pasa en la tele. Más precisamente en TN (o ponga aquí el canal/noticiero de su preferencia). Yo preferiría morir antes de vivir en un mundo en el que esa constante deformación y denigración perpetua de lo humano sea la realidad. Como me perdería de muchas cosas interesantes, opto por no dejar que sus sucias ondas entren en mi casa. 
Lo único que realmente extraño es no poder ver pelis de Olmedo y Porcel en la cama cuando tengo fiaca. Pero intuyo que el día que tenga una notebook eso tampoco será ya un problema.

Los dejo con alguien que comparte mi aversión hacia la TV, jeje: 


Aquí, el capítulo completo.

27 de abril de 2014

El top ten de Curvas y Desvíos

Ahora sí, ya está. Completé la tarea de poner en un doc todos los posteos de C&D y también elegí los que me parece son los mejores. "Mejores" según un criterio totalmente subjetivo, se entiende. Mejores en cuanto a lo que se refieren o a cómo están escritos o a lo que significan para mí. Fue muy aleccionador realizar esto: leer mis pensamientos curvos y desviados desde el 2008 para acá y encontrar de todo. Pero encontrar, sobre todo, una voz propia (o que al menos yo identifico como tal) y que es la que más se asoma en este "top ten" que he armado para compartir ahora con uds. Muchas veces pensé en borrar este blog y armar uno nuevo, quizás con el mismo nombre o similar. Ahora que he hecho esto, veo que hubiera sido un error garrafal y que lo mejor es recordar los mejores posteos de la primera encarnación (2008-2011) y concentrarme en seguir posteando, como me salga, en esta nueva etapa. Sin renegar de la anterior, pero ya muy (necesaria y bienvenidamente) distinta.


En orden cronológico, entonces, los mejores posteos de Curvas y Desvíos, primera época:

- El desvío y la transgresión (13/02/08)

- El escritor y el desvío (18/02/08)

- Los desvíos, los derroteros, los trabajos, las noches, los días, las fechas y mi cumpleaños 34  (22/05/08)

- Un desvío flogger (16/07/08)

- Desvío amoroso (y catuliano) (04/09/08)

- Poesía botánica para los días de lluvia (04/03/09)

- Un desvío por las relaciones virtuales (22/03/09)

- Lo de adentro (o tiempo de balances) (14/08/09)

- La curva del desengaño (17/08/09)

- Fechas (19/10/09)

- La mujer es pura curva (08/03/10)

- Siguiendo con la curva bibliómana (08/08/10)

- Curvas entristecidas (21/12/10)


P. D.: Sí, ya sé, son más de 10, pero no importa, creo que vale la pena lo mismo.
P. D.: Se agradecen mucho los comentarios, ya sea en los posteos o aquí mismo (¡no en Facebook, manga de vagos!)

23 de abril de 2014

Amor Frankenstein

Tuve un amor Frankenstein. Al igual que el monstruo creado por la ambición inacabable nunca estuvo realmente vivo. Fue mantenido artificialmente, por medios innobles, por vías no humanas. Era un amor al que siempre había que estar transfundiéndole cosas: poemas, música, toda clase de narcóticos, ilusiones. Mis ilusiones. La ilusión de que un día iba a cambiar. La ilusión de que un día iba a volver. La ilusión de que un día iba a ser todo como yo quería. La ilusión de... Lo cierto es que ya no quedaban muchas, porque las ilusiones también se gastan, se rompen, se oxidan, se atrofian, envejecen, tienen fecha de caducidad. Pero yo insistía, con mi saña taurina, porque creía, porque pensaba, porque suponía. Porque me era indispensable mantener esto vivo, a cualquier precio. Ya no sé bien para qué, la verdad. No importa. Tuve un amor que se alimentaba de todo lo que no debe alimentarse un amor: de resentimientos, de revancha, de venganza, de ardiente concupiscencia, de flagrante traición. Cuando todo eso ya no sirvió, siguió alimentándose de lo peor: silencios, distancias, indecisiones, falsedades, rupturas. Cuando eso también se pudrió, aún siguió sobreviviendo a base de inyecciones de falso optimismo de mi parte, elevadas dosis de qué-me-importa y agudos picos de inconsciencia. Pero era cada vez más difícil mantener con vida algo que, probablemente, haya estado muerto (o, para no ser tan drástica, condenado) desde que nació. Lo dije y lo repetí mil veces, incluso en este mismo blog: no tenía que ser. Nunca tuvo que ser. Pero porfiamos. Insistimos. Prometeicamente. No nos importó nada nunca (no es cierto, pero me gusta decirlo). Repetimos una y otra vez los mismos errores, aún cuando nos decíamos a nosotros mismos que no los estábamos repitiendo. Pero sí, los repetíamos. Y hasta calcados. Algo que nunca supe qué es, y que a esta altura ya nunca lo sabré, nos empujaba uno contra otro a pesar de todo. A pesar de nosotros mismos. A pesar de cualquier cosa. Siempre encontrábamos la manera para hacer perdurar esto. Por mi debilidad, por su idiotez, por nuestra sed mutua, por un millón de cosas que pueden resumirse en los vocablos necedad y ceguera esto siempre sobrevivía. Más agónicamente cada vez, más difícil, también más terco y empecinado, casi sin brillo al final, aunque aún con algún que otro momento esplendente (pero a qué precio), esto sobrevivía. Sin embargo, lo sé, mas nunca lo quise admitir, dejó de latir hace mucho tiempo. Todo lo que lo mantuvo hasta acá fue la más pura artificialidad. Todo simulacro, nada verdad. Todo falso. Y me niego a usar la palabra ficción: la ficción no miente. La ficción es otra forma de la verdad. Acá nunca hubo nada parecido a eso. Sólo un amor Frankenstein que, como el monstruo creado por la ambición desmedida, por la más aterradora hybris, también dejó de existir. 


Quizás sea apropiado decir "enhorabuena", pero no sé, no estoy muy segura.

21 de abril de 2014

El diario íntimo, el blog, las páginas de la mañana

Vale decir, todos esos lugares donde el escritor no estaría haciendo ficción, sino relatando los avatares de su existencia mortal. Que son tan anodinos como los de cualquiera otra existencia mortal, pero, ah, él siempre sabe cómo contarlos para que parezcan interesantísimos, insoslayables, únicos y dignos de ser recordados. Todas esas páginas en las que el escritor escribe, pero no escribe, terminan siendo, muchas veces, las más interesantes de todas. ¿Quizás porque allí se revela la verdad (o un mínimo fragmento/atisbo de ella)? ¿Quizás porque vemos al escritor sin sus máscaras, sus personajes, sus juegos? Pero esto también es un juego, acá también hay máscaras (dónde no las hay, me pregunto), hay personajes y todo. ¿Entonces...? No sé, pero la fascinación persiste. Me sigue encantando leer diarios de escritores, o tomos de correspondencia o cualquier otra cosa donde no aparezca la Obra. Sí, así, con mayúscula. Porque el diario (modesto, anodino, testamentario, aburrido, exasperante, bobalicón, bucólico, desenfrenado, telegráfico, kilométrico, torrencial, entrecortado, seducido y abandonado y retomado siempre) y la Obra se excluyen mutuamente, incluso en el paradigmático caso de Anaïs Nin, donde buena parte de la obra es el propio diario. 
Toda esta reflexión acerca de los diarios (y todas esas páginas colaterales similares, como este mismo blog) viene a cuento de que, como dije ayer, estoy pasando a un doc todos los posteos curvos y desviados, al tiempo que los leo. Que me leo. Y lo que más encontré, hasta ahora (voy por la mitad del 2009, aprox), es una constante disculpa/justificación/queja/bochorno/autoinculpación acerca de no poder sostener la frecuencia diaria que yo misma (neurótica y masoquistamente) me impuse. Esa letanía, que se repitió en incontables ocasiones y entradas, me recordó precisamente que los diarios íntimos tienen un imperativo similar y que la escritura en general tiene el mismo imperativo neurótico y extenuante para el escritor: como si lo hubieran puesto a escribir cien veces en su cuaderno "debo escribir y no distraerme con [ponga aquí la distracción de su preferencia; yo, por ejemplo, pondría "debo escribir y no distraerme con Facebook, con el chat de Facebook, con el WhatsApp, con lo que postea o deja de postear Fulano, con lo que dijo en el grupo Mengano, con lo que dicen los imbéciles de aquí o de allá, con el incesante recuento de esto o aquello, con el constante chequeo, constante e inútil, de mails, con las notificaciones de Facebook, con la timeline de Facebook, con la reputamadre que lo parió a Facebook..." y así]. El escritor parece (yo parecía en esos comienzos de posteos culposos) un alumno castigado por su mal comportamiento (se está tocando en vez de escribir, se fue al supermercado en vez de escribir, se puso a mirar fotos viejas en vez de escribir, se puso a cocinar, a cantar, a escuchar música, a mirar Seinfeld en vez de escribir, ¿cómo puede ser posible, Señor? ¡hay que hacer algo para disciplinarlo, ya!). Y lo cierto es el que escritor también vive, también hace cosas y no siempre tiene ganas o tiempo o lo que sea para escribir. Y más cierto aún es que, si mantiene cierto ritmo, NO PASA NADA. Quiero decir: no pasa nada si un día escribe y otro no. Mejor si escribe seguido, si aunque sea mantiene esta gimnasia (el diario, el blog, las páginas de la mañana, todo ayuda, está clarísimo; la obra... ya vendrá, si él se mantiene haciendo esto lo más seguido posible), si por lo menos es capaz de comprometerse con algo así chiquito, pero con calma. Sin enloquecer. ¡Sin sentirse culpable si un día o dos o un par de semanas no escribe! No pasa nada, insisto. 
Imagen: Analía Pinto (2014)
Pero, por lo que veo, es inútil. A todos les pasa lo mismo o parecido. Leo en Cómo se escribe el diario íntimo, por ejemplo, que Katherine Mansfield escribió en el suyo: "(...) mi voluntad es débil. Hacer cosas, incluso escribir absolutamente para mí y por mí misma, me resulta terriblemente duro, Dios sabe por qué, cuando mi deseo es tan fuerte". Y Virginia Woolf anota: "(...) oh, terminar de una vez. Quiero decir, escribir es un esfuerzo, escribir es una desesperación". Chan. Ninguna de las dos se equivoca. 
Así que, para esta nueva etapa de Curvas he decretado lo siguiente: no más lamentaciones ni autoinculpaciones ni justificaciones de ningún tipo. Escribiré lo que me de la gana, haré lo que se me cante y sólo me comprometo, ante mí misma (no ante mi neurótico superyó) a mantener una frecuencia lo más diaria posible, sin que el quebrantamiento de esa frecuencia redunde en un concierto de ayes y flagelaciones verbales sin término. Me niego a volver a ser esa y me insto a ser la que escribió posteos intensos, delicados, viscerales, desde el fondo de sus entrañas, desde lo profundo de su alma, si tal cosa hubiera, sin concesiones para con nadie, sin dar un paso atrás, sin más sustento que el puro deseo y la terrible necesidad de haberlos escrito (también decreto señalar estos posteos "de garra y diente" cuando termine de pasar todo al Word).

20 de abril de 2014

Revisión introspectiva, curva y desviada

Desde ayer que se me dio el ataque de revisar todos los posteos de Curvas y Desvíos y guardarlos en un Word (no es necesario, ya sé, pero...). Esto implica también leerlos, es decir, leerme desde el 2008 para acá. Entre tantas cosas que encontré (y de las cuales me había olvidado por completo, cosa que suele sucederme con todo lo que escribo y que no entraré a analizar ahora aquí), hallé, por ejemplo, esta lista de cosas que hice en los 90, esa década infame y horrible en muchos aspectos, muy poco luminosa en mi vida y que ahora quiero volver a compartir aquí, sin más razón que esa, la de haberme sorprendido con cosas que no recordaba o que recordaba de otro modo, como suele suceder con los recuerdos: 

Por eso decía que el arte es unir de pronto dos ideas que estaban separadas: el envase curvo de las papas Pringles y la ominosa/luminosa década de los 90 se fusionaron instantánteamente en mi mente (con perdón de la rima interna) y me ofrecieron la oportunidad de recordar en este posteo qué hice yo en los 90. Si tuviera que resumirlo en pocas líneas, lo pondría así:

- comí papas Pringles, aunque nunca me terminaron de convencer;
- a los ponchazos, terminé el secundario (en el 93, tendría que haber terminado en el 91; no fui a Bariloche y me opuse férreamente a la provincialización de mi colegio, que a partir de entonces perdió toda su aura y dejó de llamarse "Colegio Nacional de Quilmes" para ser una simple "Escuela de Educación Media Nº 14", ajjj, nunca pude acostumbrarme);
- entre el 90 y el 95-96, aprox, salí todos los fines de semana, mayormente a recitales, mayormente a Cemento;
- tomé mucho alcohol; mucho quiere decir mucho;
- fui a todos los grandes festivales de rock, pero no vi ni a los Rolling Stones ni a los Guns N' Roses;
- vi a todas mis bandas favoritas: Megadeth (2 veces), Metallica, Sepultura (2 veces), Pantera, Black Sabbath (con Dio), Kiss, Faith No More, Ozzy Osbourne, Rollins Band, Suicidal Tendencies, Iron Maiden, Accept, Saxon, Motörhead y más bandas que ahora no recuerdo;
- entre el 90 y el 95 seguí a mi grupo favorito, Hermética, por todos los lugares que pude;
- cuando se separaron, comprendí que mi adolescencia (bastante estirada ya) había terminado y aunque seguí yendo a recitales, ya no fue lo mismo; poco tiempo después, abandoné la sana costumbre de ir a "agitar", "evitar el ablande" y "hacer el aguante";
- vi a Divididos cuando no lograban llenar ni la mitad de Cemento;
- idem Babasónicos;
- compré muchas revistas importadas, las cuales fueron debidamente tijereteadas para adornar, del techo hasta el piso, las paredes de mi habitación;
- fumé algunos porros, sin demasiado éxito;
- compré muchos CDs originales, que con el tiempo vendí, regalé o cambié por otros y que ahora, por la magia de Internet, recuperé con creces (a veces demasiados creces);
- me vestí íntegramente de negro durante la mitad de la decáda;
- usé tachas, cadenas, alfileres, cintos y campera de cuero, púas, zapatillas y jeans chupines hasta para la fiesta de fin de año del colegio;
- escribí mucha, mucha, mucha poesía;
- leí desaforadamente;
- pené un amor imposible varios años;
- conocí a mi verdadero amor, tal vez más imposible que el anterior, en el 95;
- fui madre por una hora, en el peor año de todos, el 99;
- compré platos franceses, vasos checoslovacos, fideos italianos, chocolates alemanes (posta);
- tuve mi máquina de escribir eléctrica, verdadera emoción entre los dedos, luego de la vieja, dura y pesada Olivetti;
- salí a festejar Italia 90;
- entré a la facultad en el 97 (todavía no salí de ella);
- putié mucho al innombrable (ya saben quién, no me hagan nombrarlo por dió);
- vi a Brandford y Wynton Marsalis en un arranque de buen gusto;
- admiré a Enrique Symns;
- le regalé un poema a Omar Chabán, quien nos dejó entrar gratis a Cemento años enteros (sí, Raúl Villarreal siempre fue su mano derecha);
- fui a la inauguración de Die Schule, otro antro de Chabán, donde tocó Divididos y conocí a Marcelo Pocavida;
- fui a Ave Porco, un lugar fabuloso;
- decidí que la poesía y la literatura eran lo mío, aunque creo que esa decisión era anterior a mí incluso;
- besé por primera vez a mi verdadero amor imposible en ese mismo nefasto año, el 99;
- soñé mucho, muchísimo, activé poco, poquísimo;
- participé por primera vez en concursos literarios, con moderada repercusión;
- compré muchos pero muchos muchos muchos libros (siempre saldos y ofertas o usados);
- amé a Roberto Arlt, a Julio Cortázar y a Manuel Puig, los primeros autores que vi en la facultad; a Borges ya lo amaba de antes;
- conocí a mi actual mejor amiga;
- traicioné a mi anterior mejor amiga (a quien volví a ver, fugazmente, el año pasado);
- fui a ver a Los 7 Delfines, una de las mejores y más desconocidas bandas argentinas;
- fui a ver a Durazno de Gala, idem;
- empecé cuentos, novelas, narraciones que nunca terminé;
- descubrí a mis padres nutricios en la poesía: Charles Baudelaire y Alejandra Pizarnik;
- me deprimí mucho (mucho);
- viví de noche durante una temporada (evitaré el chiste fácil de: "en el infierno"; Rimbaud fue, justamente, un descubrimiento de esos años, pero su influjo en mí no ha sido tan poderoso y perdurable como el de Baudelaire);
- descubrí a César Vallejo, a Roberto Juarroz, a Alberto Girri, a Oliverio Girondo... y sigue la cuenta, como con las bandas;
- tomé vodka (mucho; la botella de Moskovita Moskovskaya estaba escondida en mi ropero y cuando se terminó fue reemplazada por otra y otra y otra);
- tomé Campari anhelando dar besos con ese gusto dulce y amargo a la vez, cosa que sólo logré hacer en la decáda del ??? (como leí en los mismos RSS de Hablando del asunto, esta década, la que estamos transitando ahorita mismo no tiene nombre: ¿la del cero cero? ¿la del 2000?);
- pasé muchas noches olvidables y algunas pocas buenas;
- engordé muchos kilos, bajé más de 15 entre el 95 y el 96, volví a engordar al finalizar el primer año de facultad, bajé de nuevo y volví a subir en el 99, con el embarazo;
- fui a Mar de las Pampas cuando no era ni top ni famoso ni un cuerno (y sólo había unos pocos chalets y una casita de té);
- lloré mucho;
- rabié mucho;
- hablé idem;
- callé otro tanto;
- disfruté todo lo que pude pero, la verdad, creo que podría haber disfrutado un poco (o mucho) más.

El posteo completo pueden verlo aquí

18 de abril de 2014

De las lecturas de poesía

Este año, después de mucho tiempo, volví a leer en público mis poemas. Las lecturas de poesía son un espectáculo por lo menos extraño, no siempre bien recibido, mucho menos bien armado desde el vamos. Hay algo absolutamente discordante en el hecho de que alguien se pare frente a un micrófono y lea su poema, mientras las personas que deberían leer el poema tan sólo pueden escucharlo. En mi opinión, siempre falla algo, siempre falta algo, siempre algo se va o nunca llega. No fue así en las dos lecturas a las que fui invitada este año, gracias a todos los dioses.
No soy nueva en esto: leí por primera vez mis poemas de la mano de Eduardo Dalter y "Calle Abierta", un ciclo que se realizaba en Parque Lezama y Centenario después, los domingos a la tarde en el 2003 aprox. A partir de allí leí en muchos de los ciclos que pueblan, aún hoy, las noches porteñas y hasta coordiné dos de ellos ("Vientos Contrarios" y "Bendita Erato"). Pero siempre me quedaba con una sensación extraña: ése no era el lugar de la poesía, la poesía debía ser un acto íntimo, algo así. Pocas veces salí realmente satisfecha de una lectura: la vez que leí en "Maldita Ginebra", por ejemplo, o cuando leí en "La Hernia de Sísifo". Pero, claro: esos no son ciclos "comunes", justamente esos dos ciclos se salen de todas las tácitas reglas que regulan el funcionamiento de los ciclos de lectura y hacen que sea un verdadero deleite concurrir a ellos. Uno porque se realiza en un auténtico sucucho del Abasto-base los viernes pasada la medianoche (MG) y otro porque se hace una vez por mes en itinerancia errante siempre (HS). Esto, entre otras cosas, evita que se llene de señoras paquetas, de doñarosas que no tienen otra cosa que hacer un sábado a la tarde y concurren a cuanto evento gratuito encuentran. Está bien, yo entiendo, se ha llegado a cierta edad, el mundo se achica bastante (esto es discutible, pero creamos por un minuto que sí) y entonces hay que aprovechar lo que sea. Y como en esos ciclos siempre hay micrófono abierto, ahí la tenemos a Doñarosa 1 declamando algo que ella cree que es un poema y que nadie se atreve a desmentirle. Es posible que incluso Doñarosa 1 tenga un libro (auto)publicado y a continuación vendrá Doñarosa 2 y será lo mismo: un cuajado de cursilerías bonitas que riman y que uno sólo aplaude por urbanidad. Este tipo de cosas solían sacarme la cabeza y por eso (más la mudanza a La Plata) dejé de ir a los ciclos, donde, además, siempre éramos los mismos y ya nos conocíamos los poemas y las caras y era todo más o menos igual. Boring! diría Bart Simpson.
Hete aquí que este año, como decía, fui invitada a leer a dos ciclos que en nada se parecen (¡albricias!) a lo que yo estaba acostumbrada. En el primero de ellos, "Solista en el Living", además de escuchar a un poeta o a alguien leyendo poemas que le gustan, lo principal es que se puede escuchar a un músico en el living de una casa (la casa de la maravillosa Agustina Martínez Cicchetti). Sin interrupciones, sin ruidos molestos, sin atronar los tímpanos, sin más que sentarse y tener al músico casi al lado, es absolutamente imposible no disfrutar de semejante rareza. Y en ese ambiente, la poesía, bien dosificada, no desentona, sino que hasta prepara para lo que vendrá después. Y es aún mejor, porque tal vez los presentes no son asiduos lectores de poesía y de pronto descubren un mundo que se estaban perdiendo por prejuicios o vaya uno a saber. Con apenas leer unos pocos poemas se ha abierto una puerta inesperada y muchos quieren pasar ese umbral y ver qué hay del otro lado: bienvenidos. 
El segundo ciclo, "Le' Prosa de Noche", también me sorprendió gratamente. Nada de doñarosas a la vista, gente joven y copada por todas partes, símil living y la posibilidad de escuchar también a un músico ahí nomás, propuestas nuevas, divertidas, refrescantes... ¡al fin! Por eso celebro ampliamente la existencia de estos ciclos y presumo que debe haber muchos otros sucediendo ahora mismo y, por las terribles deficiencias de comunicación cultural que hay en esta ciudad, no nos estamos enterando, pero sepan que hay por lo menos dos propuestas más que interesantes y a las que vale la pena ir sin dudarlo.
Ah, y en tanto tiempo de leer en ciclos, este año es la primera vez que me pagan por hacerlo: como debe ser.

Ciclo "Le' Prosa de Noche" en Casa Brava, jueves a las 21 hs.

16 de abril de 2014

Por qué escribo poesía (y una invitación solapada)

Me lo deben haber preguntado muchas veces y debo haber respondido cada vez algo distinto (creo). Si me lo preguntaran hoy, ahora mismo, no sabría muy qué responder, a excepción de un tambaleante "es una necesidad", seguido del ya tópico "porque es mi manera de estar en el mundo". Pero, ¿es realmente una necesidad, como lo son comer o ir al baño? ¿Y cuál es, al final, esa manera de estar en el mundo? ¿en qué se diferencia de la manera de estar de un mecánico o de una alondra?
Tal vez no sea una necesidad en términos fisiológicos (si no como, me muero, dicho brutamente, está claro; si no escribo poesía... ¿pasa algo? morirme por cierto que no me muero), pero sí lo es en términos ontológicos, diría yo. Hay un impulso, un élan irresistible hacia la poesía, una clara inclinación hacia su lectura y más aún hacia su escritura. Todos los poetas son precoces y yo no fui la excepción: debería tener quince o dieciséis años cuando escribí algo que podríamos llamar, sin sonrojarnos, poema. No he podido (ni querido) parar desde entonces, a pesar de muchos y variados alejamientos. No se me ocurre un mundo sin poesía, así como tampoco se me ocurre sin música, sin arte, sin chocolate o sin gatos. Por ende, no se me ocurre una manera de estar en eso que tan pomposamente se denomina mundo sin poesía.
Las veces que he hablado sobre la poesía ante diversos públicos he procurado siempre desterrar mitos. La poesía está imbuida de numerosos mitos que es preciso dinamitar antes de adentrarse en ella. El principal de ellos es el que a mí me gusta denominar "poesía no eres tú", añadiendo de inmediato que uno de mis poetas favoritos es justamente Bécquer. El mal entendido y mal leído Bécquer. Porque una vez tuvo el tino (o la desgracia) de escribir ese célebre verso ("¿y tú me lo preguntas? / Poesía eres tú"), con el que seguramente quería congraciarse con alguna damisela, una gran cantidad de gente asumió que eso era la poesía. Pajaritos, florcitas, versitos, pavaditas lindas que se le dicen a las quinceañeras para conquistarles el corazoncito inocente y dulzón. NO. La poesía es ciertamente otra cosa, aunque nunca podamos saber con exactitud (y quizás ni siquiera atisbar una milésima parte) qué rayos sea esa "otra cosa". Siempre hay algo que nos interpela en la poesía y lo hace donde más nos llega, donde no queremos mirar, donde tememos pasar de lo meramente epidérmico. Por eso sostengo que no se trata de versitos y de rimitas que se escriben para pasar el rato. Eso puede ser muy terapéutico, pero no es poesía. Y aunque no haya manera ni receta ni fórmula alguna para saberlo, siempre sabemos cuando estamos en presencia de un poeta o un poema de verdad. Hay algo que lo marca, una cuerda que suena distinto, un aleteo apenas perceptible, una ínfima luz que se enciende y se apaga en la lejanía que nos dice que ahí sí hay poesía, que ahí hay trascendencia. 
Y con esto voy a otra de las cuestiones que siempre me gusta abordar a la hora de hablar de poesía: la poesía es una revelación (una epifanía, un descubrimiento impepinable) y una rebelación (una fiera resistencia a todo oprobio, a toda coacción, incluso a la de la misma poesía). 
Sirva todo esto para decir que, por segunda vez en el año, voy a estar leyendo mi poesía en un ciclo de lecturas y están, desde luego, todos invitados (en la imagen va toda la data).


14 de abril de 2014

Sembrar amigos para cosechar aventuras (y más amigos)

Mi ausencia de estas páginas no fue debida a crisis alguna: sencillamente, anduve el fin de semana parrandeando bastante y no tuve tiempo, fuerzas ni ganas de acercarme hasta aquí. Pero hoy, que ya es lunes, que ya bajó la adrenalina, que volvió el agua al edificio (¡alabado sea Poseidón o cualquier otro dios acuático!) y que los días claramente ya han comenzado a acortarse (snif), vengo para proseguir con mi firme propósito de este año: escribir a diario (o con la mayor frecuencia posible, convengamos...) en este blog. Y entonces, hoy, aprovechando los "eventos" del fin de semana, quiero hablar de la amistad y de las cosas que ésta propicia, bien entendida. 
Durante muchos años, casi no tuve amigos. Es decir, tenía una sola amiga y muchos conocidos. Circunstancias que no explicaré ahora aquí (pero que sí retraté en mi novela autobiográfica ya citada), hicieron que un día dejáramos de serlo. Para ese entonces, ya tenía otra amiga y otra gran tanda de conocidos, algunos más o menos cercanos, pero hasta ahí. Fue recién cuando empecé a trabajar aquí en La Plata (gracias, precisamente, a un amigo) que comencé a tener más amigos, tímidamente al principio, más y más a fondo a medida que las sesiones de terapia se sucedían y surtían efecto (tarde o temprano, lo hacen). Muchos de esos nuevos amigos fueron (son y siguen siendo) mis compañeros de trabajo. Con algunos, somos más amigos, con otros menos, pero la mayoría es amiga de uno u otro y compartimos muchas cosas fuera del entorno laboral. Pero, gracias a los cambios operados por el silencioso terremoto psi, otros amigos (y no ya conocidos más o menos cercanos) comenzaron a aparecer en el horizonte y a traer cosas maravillosas a mi vida, como, por un lado, la demencia más maravillosa y más tierna propalada desde Vonnegut Libros y, por otro, la camaradería y excepcional buena onda surgida del Abajo el "Sí tendría..." y otros crímenes lingüísticos, grupo de Facebook que co-coordino desde hace algún tiempo y del que quería hablarles hoy (en otros post hablaré de los pejelagartos, está claro).
El abajismo nació hace unos cuatro años de la mano de uno de mis amigos más queridos, el señor Cristian Vaccarini, quien no sólo estuvo presente en momentos de mi vida en los que un amigo era indispensable sino con quien también ya habíamos compartido una maravillosa aventura literaria entre el 2002 y el 2006, La Granda Milito, otra cosa de la que deberé hablar en algún momento (y re-difundir y, por qué no, re-fundar o re-crear, ya veremos). La misión del abajismo es la defensa de la escritura correcta (o si se quiere, de la escritura más adecuada según los contextos), en todos los ámbitos, pero especialmente en los medios de comunicación masivos. Así, toda vez que nos topamos con alguna barbaridat en las versiones on line o en papel de los diarios, en los zócalos de los noticieros, etc. la mostramos en el grupo, corregimos el gazapo y luego el intercambio de mensajes deriva hacia quién sabe dónde, siempre con humor y respeto. Tan genialmente derivativo es todo que un día del año pasado alguien dijo algo como "y por qué no nos juntamos así nos vemos las caras y nos tomamos unas cervezas" y ¡zas! En menos de lo que se necesita para contarlo, nació la Primera Reunión Abajense, celebrada en una pizzería de la ciudad de "los diagonales" (id est, La Plata) y luego se sucedieron reuniones en Quilmes, Chascomús y ¡ayer nomás! en la ciudad de General Belgrano, provincia de Buenos Aires.
Ésa fue, precisamente, la razón por la cual no me allegué hasta aquí y lo que sí me hizo allegarme hoy: todo el tiempo pensaba ayer, mientras charlábamos, comíamos un asado de aquellos (cursivas y negritas de énfasis, sí), visitábamos el maravilloso restaurant "El Almacén" (ver foto infra) y recorríamos el pueblo, que nada de todo eso hubiera sido posible sin los divinos lazos de la amistad que, también hay que decirlo, más allá de lo personal, la virtualidad de Facebook, bien usada y bien entendida, fomenta de una manera tan espectacular que personas que nunca se habían visto en la vida de pronto están charlando como si se conocieran de toda una eternidad y se embarcan en aventuras que jamás se les hubieran ocurrido de no haber habido allí alguien con una idea, un deseo y mucha gente dispuesta a seguir esa idea y cumplir lo mejor posible ese deseo.
Por eso quiero brindar hoy (aunque ya lo hicimos ayer) por el abajismo, por la amistad, por la camaradería y por el placer de juntarse y pasarla bien con los amigos de siempre y con todos los nuevos amigos que se van sumando reunión tras reunión. ¡Por ustedes, abajenses!

El abajismo en pleno. Imagen: Andrea Arbeleche (2014)

Los cocós juntos. Imagen: Susana Luisa Anahí Vidal (2014)

Restaurant "El Almacén" (Gral. Belgrano). Imagen: Analía Pinto (2014)

Río Salado (Gral. Belgrano). Imagen: Analía Pinto (2014)

11 de abril de 2014

Percepción del otoño

Hoy, ni bien salí a la calle para ir a trabajar, percibí que era otoño. Si bien es cierto que comenzó hace ya variosssss días, yo todavía no había caído en la cuenta de ello. Todavía la ropa de verano seguía a mano, todavía había motivos para ponerse remeritas y cosas frescas, pero hoy ya me quedó claro que no. No puedo precisar qué fue lo que me hizo percatarme: algo en el aire, tal vez, una tonalidad distinta en el cielo, la tópica referencia a las hojas amarilleando y danzando frenéticas en las veredas. Algo hay que marca el ritmo, el paso de cada estación y no es lo obvio: no es ni la dorada alfombra otoñal, ni el frío irrepetuoso del invierno (¡fuera, estación horrible!), ni el estallido multicolor de la primavera, ni la cálida y demorada sucesión del estío. Es otra cosa, indefinible, inasible, imposible de aferrar, que nos dice el nombre verdadero de cada estación. Eso también tal vez sea la poesía. Esa cosa indefinible, inasible e imposible de aferrar que nos dice, en su propio idioma, el nombre verdadero de cada cosa.

“El otoño espolvorea en nuestro tintero un tamiz de oro como el que usaban los monjes medievales para miniar sus códices, y aunque nos reclama la escritura urgente, el problema de cada día, la denuncia tímida de lo que pasa, toda nuestra escritura va teniendo, por algún tiempo, un resol involuntario y dorado. (...) Aquello que se compró en primavera, luciente y nuevo, industrial y mediocre, tiene ya, en otoño, una pátina de vida, un oriente de muerte, un poco de biografía.”
Francisco Umbral
Imagen: Liliana Muente

 P. S.: Este posteo fue escrito con Catina durmiendo en mi regazo. Más amor, imposible.

9 de abril de 2014

Una miniatura de ferocidad

En el 2003, escribí, para La Granda Milito, el texto que sigue:

Un día, la casa se llena de sigilosos pasos. Suavísimos, inaudibles casi, seguros y desafiantes. En el aire se respira otra presencia y se llena de espíritus que danzan invisibles. La belleza sublime está con nosotros ahora.
Las pupilas recogen toda la luz y el pelaje todo el brillo de los metales preciosos. Pulcros, aseados seres ahora nos acompañan. Puros, prístinos, delicados, hieráticos y sagrados. Con el andar pausado y el boato de reyes olvidados. Con el elástico paso de las fieras que todavía merodean en lejanas selvas y antiguos bosques. Una miniatura de ferocidad se acurruca ahora a los pies de nuestra cama.
Nuestra mano se estira y encuentra el ovillo más perfecto, el que nunca se enreda. Hay un sonido nuevo y constante, que puebla nuestros días, y aprendemos un nuevo lenguaje, con la misma rapidez con que nos acostumbramos a la fantasmal y benéfica presencia. Jugueteamos con los arabescos de patas y uñas, con las cosquillas de los largos bigotes, con los dorados reflejos, con la destreza que, de pronto, nos mira fijo. Nuestro aliento se confunde con el otro aliento más dulce, la frente se nos llena de besos húmedos y ásperos. Hay tanta tibieza en nuestra vida ahora.
Nos topamos con ellos en todas partes y en todas partes ellos se dignan a prestarnos un momento de su siempre ocupada atención. Nos agachamos a acariciarlos y ellos se dejan acariciar, conscientes de nuestra humana necesidad de benevolencia. Condescienden a mirarnos desde su peludo alcázar y consienten en brindarnos, siempre distantes, su esquiva compañía, pues instintivamente saben que nuestra vida sin ellos sería un error o una terrible farsa.
Pero un día, de improviso, nuestra casa queda huérfana de los sigilosos pasos, se queda sin el aire de esa otra presencia, sin la danza invisible de los espíritus e, impotentes, lloramos.
Entonces, alguna potencia cósmica que aún desconocemos, nos envía la felicidad de nuevo en la felina encarnadura de otro Gato.

A partir de hoy (y cuando salga de su escondite), la felicidad felina está de nuevo conmigo, después de cuatro largos y penosos años sin gato propio, abusando siempre de la amabilidad de los gatos ajenos y extraños. Pero ya no más. Habrá fotos en cuanto Catina y yo nos hayamos conquistado mutuamente. 

8 de abril de 2014

Las retenciones

Algunas personas retienen líquidos, a otros les retienen injustamente parte de sus ganancias: yo me retengo a mí misma. Pero no solamente para las cosas que es bueno retenerse (por ejemplo, no salir a matar/linchar a un prójimo) sino, principalmente, para las cosas en que es muy malo retenerse. Este blog es la prueba cabal de esto que digo: lo fundé, con gran entusiasmo y luego de algunos intentos fallidos, en 2008. Publiqué casi a diario hasta el 2010. Y después, hasta hace un par de semanas, la nada misma. Creo que hasta hice de cuenta que no existía o que era de otra persona (tal vez lo era, no lo discuto), el caso es que me estaba privando de algo que me hace mucho bien y no sé bien por qué. O sí. Por esto de las retenciones.
Toda esta perorata retentiva viene a cuento porque hoy fue día de antropometría en el gimnasio. Y lo que primero parecía que estaba dando mal (¿cómo puede ser que no hayas bajado de peso desde la última antropo si venís entrenando y haciendo "todo bien"?) resultó que estaba dando muy bien (porque el peso no bajó por una sencilla razón: bajó la grasa y subió el músculo, que es exactamente lo que buscamos, aunque todavía falta ajustar algunas cosillas), pero más allá de la alegría de ver gráficamente los resultados, me quedé pensando en todo lo que no me permito. En todo lo que me retengo de hacer o de disfrutar y hasta de pensar incluso.

Imagen: Francisco Santi (2014)

¿Por qué el ser humano se comporta de este modo? Extrapolo mi ejemplo egocéntrico al ser en general porque estoy convencida de que nos pasa a todos. Cada cual sabrá qué retiene, qué se retiene y en qué se retiene; por qué no se permite, por ejemplo, dedicarse a un hobby que le agrade (¿porque no tiene tiempo? ¿porque es muy joven o muy viejo o muy chico o muy grande? ¿porque es hombre, porque es mujer?: excusas, excusas, excusas). Cada cual sabrá por qué no le da rienda suelta a lo que debe dársela y en cambio se sofrena, se sujeta a sí mismo como si estuviera a lomos de un caballo brioso. Y lo cierto es que más que de un caballo brioso estamos arriba de una mula empacada que no va ni para atrás ni para adelante y se hunde cada vez más en el barro. Y lo cierto es, también, que es mucho más cómodo permanecer arriba de la mula que intentar, siquiera, subirse al caballo.
Me invito y los invito a que nos sacudamos la modorra existencial y nos subamos, confiados, alegres, presentes y atentos, a nuestros respectivos y maravillosos caballos. ¡Arre!

7 de abril de 2014

Facebook y la muerte

En estos últimos días, a raíz de haber armado una página de Facebook para el Taller de Poesía, me tuve que topar, de pronto, con los nombres de tres personas que ya no están entre nosotros. Alegremente, como siempre hace, Facebook me sugería que invitase amigos para que le dieran like a la página, método por el cual pueden estar al tanto de lo que ocurre en ella. Perfecto, qué bueno. Pero, ¿qué pasa cuando hay ya tres personas que fallecieron y sus cuentas de Facebook siguen activas? No tengo la respuesta. Lo que sí sé es que me espeluznó encontrarme, una y otra vez, con esos nombres allí. Para colmo, son muertes recientes, de personas que, de un modo u otro, quería mucho. Dos de ellas eran poetas, grandes, enormes, singulares y maravillosos poetas: Graciela Wencelblat, por una parte, y Walter Iannelli, por otra. No tuve el gusto de conocer a Walter en persona, pero su poesía me resultó siempre admirable. La tercera era un compañero de la secundaria, una persona alucinante y un fotógrafo incomparable: Hernán Canuti. Quiero hablarles, entonces, de Graciela y de Hernán, a quienes conocí personalmente.
Graciela fue una de las primeras poetas que conocí virtualmente, allá lejos y hace tiempo, cuando recién accedí a Internet. Entusiasmada por las obvias posibilidades de conexión que ofrecía el medio, de inmediato me puse a buscar foros o listas de correo sobre poesía en las que participar. Allí, en una de esas listas, ya no recuerdo cuál, conocí a Graciela. Compartimos primero esos foros, después la aventura de editar un libro que finalmente no se editó, más tarde montones de mesas y ciclos de lectura en Buenos Aires y, siempre, siempre, la poesía. La pasión absoluta por la poesía. Fue precisamente gracias a ella que conocí a otros poetas que, de otro modo, nunca hubiera conocido o hubiera conocido mucho más tarde. Sin ir más lejos, fue ella quien comenzó a compartir los inigualables poemas de mi amada Wislawa Szymborska en las listas. Yo, con mi diligente pasión acumulativa, guardaba siempre todos los mails de Graciela que traían poemas, suyos y de otros poetas. Así fui armando el archivo de poesía universal que tengo ahora en mi PC. Buena parte de él, se lo debo a ella. Pero eso no es todo. Sus poemas eran tan magníficos que casi siempre, tras leerlos, me daban ganas de escribir a mi vez y así, muchos poemas míos nacieron bajo el hermoso hechizo de sus versos. La gratitud que le debo es, entonces, enorme. Y la noticia de su muerte, inesperada, impensable, al menos para mí, fue algo que creo aún no he logrado asimilar. 

De celeste, detrás de una servidora, Graciela
Imagen: Liliana Muente (2004)
Con Hernán fuimos compañeros en el secundario: coincidíamos en muchas cosas, principalmente en que ambos éramos más grandes que nuestros compañeros, pues estábamos repitiendo ese cuarto año que compartimos (estos artistas vagos...!) y durante buena parte del año fuimos, incluso, compañeros de banco. Al terminar el colegio, como me pasó con casi todos mis compañeros, le perdí el rastro. Algunos años después, me lo encontré de casualidad en la calle: había estado en Francia y en otras partes del mundo como reportero gráfico y corresponsal de guerra. Había vuelto fascinado con esa experiencia y se preparaba para ir por más. Luego, los años volvieron a alejarnos hasta que fue precisamente el señor Juan Carlos Facebook el que nos volvió a unir. Gracias a este chisme virtual volvimos a estar en contacto y un día nos encontramos, después de ¿quince? (tal vez más) años y me regaló su libro sobre el cóndor andino. Se pasó años fotografiando cóndores en los lugares más remotos de nuestros confines. En eso andaba cuando tuvo un accidente tremendo y no pudo zafar. Su muerte me entristeció muchísimo, por lo inesperada, por lo brutal, por lo inconcebible. 

Arriba, a la izquierda, de rojo, Hernán
Imagen: autor desconocido (1991)

Sirva pues este posteo como homenaje a estas dos personas que quise mucho y que ya no están, aunque Facebook me siga diciendo que sí. En el corazón están seguro.

6 de abril de 2014

Una visita al Museo

Un domingo perfectamente diseñado para la melancolía: nublado, pesado, gris, otoñal. La música perfecta para acompañarlo fue rescatada de una pila de CD, gracias a una circunstancia que primero pareció desafortunada y luego no lo fue: el viernes cuando creí que mi PC había capotado me di cuenta de que no tenía dónde escuchar música, a menos que desempolvara mi viejo equipo de música. Eso hice y luego de algunos tironeos, funcionó. Muchos CD ya no los lee o los lee a los saltos, pero hoy, maravillosamente, me dejó escuchar completo "Tuesday Wonderland", esa genialidad de EST. A diferencia de ayer, hoy no permanecí en piyamas y pantuflas sino que me levanté a media mañana, me duché escuchando EST, desayuné idem y decidí que a la tarde iba a realizar mi cita con el artista.
¿Qué cita? Y, sobre todo, ¿qué artista? Las citas con el artista son uno de los ejercicios básicos que plantea Julia Cameron en su libro-salvavidas El camino del artista. Creo que ya he hablado por aquí de este libro, al que recurro cada vez que la parálisis, el bloqueo, la depresión y el desánimo asoman su horrible cabezota. Las citas con el artista son díficiles de cumplir, aunque no se trata de ir a ver a ningún artista ni nada por el estilo. Se trata, pura y sencillamente, de ir a encontrarse con uno mismo y con aquello que más nos agrada. La cita con el artista que había planeado para hoy, en verdad, la tenía planeada hace como un año y medio o más, pero siempre me las ingenio para encontrar "razones" para evitarla (experta en excusas, podría ser un buen sobrenombre para mí). Hacía rato que quería ir al Museo de Ciencias Naturales sola. La última vez había ido con mi hada madrina y la vez anterior a esa había ido con mi padre. 
Allí estaba el quid de la cuestión.
Cuando me vine a vivir sola, mis domingos (como todo lo demás, claro) cambiaron radicalmente. Antes eran una larga sucesión de horas diluídas en un pozo de gran aburrimiento, salvo aquellos domingos en los que decidía hacer algo (por ejemplo, trabajar con los ejercicios del camino del artista). En general, iba a comprar libros o al supermercado, casi siempre en compañía de mi padre. Eran unos momentos que yo odiaba intensamente porque sentía, con absoluta clarividencia (y cero acción), que la vida estaba en otra parte, que yo no tenía ya que estar allí ni hacer eso y que todo era una montaña inútil de preocupaciones y temores de la cual nunca podría deshacerme (a veces sentía cosas aún más desoladoras, pero tampoco hay que exagerar). Eran unos momentos por los cuales ahora daría cualquier cosa por revivir tan siquiera un minuto, porque el único lugar donde sigo viendo y haciendo cosas con mi padre es en los sueños. Y, por supuesto, hoy soñé con él. 
Yo venía caminando por una avenida muy grande y arbolada, similar a las que hay en el bosque donde se emplaza el Museo, y él aparecía con su auto. Me preguntaba si iba para casa y si quería que me llevara. Yo le decía que sí, aunque en el fondo no tenía muchas ganas (como me pasaba siempre) y cuando iba a abrir la puerta para subir, él aceleraba porque de pronto la avenida se había llenado de autos impacientes que no paraban de tocar bocina, muy ofendidos, al parecer, por este reencuentro. Y cada vez que yo me acercaba al auto, él lo tenía que alejar y así hasta que se perdía a lo lejos por esa gran avenida arbolada. Nunca llegué a subirme al auto. Casi que no me importaba. Extrañamente, en el sueño eso no me angustiaba como me angustia ahora al recordarlo. ¡Ah, la mente y sus vericuetos...!

Imagen: Analía Pinto (2014)

Imagen: Analía Pinto (2014)

Entonces, no tuve ninguna duda de que hoy debía ir al Museo y hacer lo que siempre había tenido ganas de hacer: sacar fotos y pasear entre esas vitrinas llenas de fósiles, piedras, animales de lo más extraños y extasiarme, una vez más, frente a las mariposas, mis amadas y maravillosas mariposas, los únicos insectos que no me provocan asco sino la más absoluta fascinación y alegría cada vez que los veo. 
Así fue como conjuré la melancolía de este domingo perfecto.

Imagen: Analía Pinto (2014)

Imagen: Analía Pinto (2014)

5 de abril de 2014

Cuando invade el desánimo

Y llegamos a la tan temida meseta. Esto siempre ocurre. El sábado pasado, aún lo recuerdo, tuve esas tremendas ganas de escribir y lo hice sin dudarlo. Hoy, una semana después, me encuentro en ese horrible estado que se traduce en la siguiente frase: "no sé sobre qué escribir" (también se traduce, muchas veces, en frases de parecido tenor: no sé qué ponerme, no sé adónde ir, no sé a quién llamar, no sé qué hacer...). Un espíritu positivo podría decirme: "¡Hay cientos de cosas sobre las que escribir!". Sin duda. La pregunta es: ¿tengo ganas de escribir sobre alguna de ellas? La respuesta es contundente: no. Por eso decía en el comienzo de esta nueva etapa de C&D (me gusta llamarlo así a este blog ahora), que soy gánica y que sin ganas no puedo hacer nada o casi nada. Otro ejemplo al caso: hoy íbamos a salir con algunos amigos. Yo propuse la salida, el evento, etc. Y promediando ya la tarde de este sábado lluvioso y desconsolador me rendí a la evidencia: no voy a ir a ningún lado, está claro. ¿Y por qué? preguntaréis con buen tino. Porque me ganó la fiaca, el desánimo, la lluvia, la inflación y la mar en coche. Hoy no supe oponer una barricada de ganas y optimismo al mal tiempo (que, como todos bien sabemos, es una excusa). Hoy no supe reacomodar las filas interiores para que el desánimo no lo invadiera todo. A veces pasa, hay que decirlo. El problema es cuando pasa todo el tiempo. Así que voy a suponer que esto sólo pasará hoy y que mañana mismo retornarán las ganas de escribir, de hacer cosas, de salir con los amigos, y mucho más. Voy a suponer también que tengo derecho a no querer salir, a tener ganas de permanecer en piyama y pantuflas, a disfrutar de mi recuperada PC (ayer parecía haber colapsado o algo peor, pero hoy andó, si bien la trato como si estuviera trabajando a reglamento), a no sentirme culpable, como suele sucederme casi siempre, de no hacer nada... ¡Hey! ¿Ven? He ahí un interesante tema para desarrollar: ¿por qué no puede uno simplemente no hacer nada sin sentir que está traicionando a la patria o sin sentir que debería estar haciendo algo "productivo" o sin sentir que es un desagradecido infernal porque otras personas ni siquiera se pueden permitir el lujo de detenerse un segundo o sin sentir que es impostor, un fraude y un fiasco porque lo único que le interesa es no hacer nada? 
Imagen: Analía Pinto (2010)
Esta personilla que ahora escribe ha estado trabajando toda la semana; ha llegado a su casa y ha seguido trabajando, produciendo, intentando escribir, pergeñando cosas para su taller, etc.; esta personilla no roba, no miente (o sólo hace ficción con su boca, como diría Homero Simpson), no estafa, no muerde, no lincha a nadie; esta personilla paga sus impuestos, sus cuentas, sus deudas y su tarjeta de crédito sin chistar; esta personilla... ¿no tiene, entonces, derecho a no hacer nada si así lo quiere? ¿por qué su cabezota cabezadura la hace sentir como una porquería humana sólo porque tiene ganas de tirarse a dormir un siestín o leer un libro porque sí, sin ninguna finalidad ulterior (léase estudiar o preparar una clase de taller) o porque no tiene ganas de salir justo el día que había una salida armada? ¿Qué hacemos con la cabezota de esta personilla en la imposibilidad de desenroscarla, sacudirla un par de veces como a la bola 8 y volverla a enroscar, a ver si así se le acomodan un poco las ideas? ¿Qué hacemos con la cabezota de esta personilla que, a pesar de no tener ganas, se las ingenió para escribir este posteo? 
No tengo idea, pero ya se nos va a ocurrir algo...

3 de abril de 2014

Por qué doy taller de poesía

(Atención: este posteo es un descarado autobombo y promoción del Taller de Poesía que está por comenzar. Ahora que ha sido advertido acerca de la modalidad de esta entrada, lea bajo su propio riesgo.)

Doy taller de poesía porque amo la poesía.
Porque no puedo vivir sin ella, aún cuando no la escriba o pase temporadas sin acercarme a un poema.
Porque creo que aún hay esperanza.
Porque me encanta derribar los ignominiosos mitos que la envuelven.
Porque deploro que la gente, que el ciudadano común, de a pie, pase su vida sin leer un solo poema (o con una vaga idea acerca de la poesía adquirida allá lejos y hace tiempo).
Porque poesía no eres tú.
Porque la poesía debe ser hecha por todos, como quería Lautreámont.
Porque me entusiasma leer y compartir poemas.
Porque me fascina tratar de desentrañar qué nos está diciendo ese artefacto verbal tan maravilloso y extraño.
Porque se me canta.
Porque la poesía está más allá (y más acá) de lo que comúnmente se conoce como "literatura".
Porque las veces que lo hice me sentí muy feliz.
Porque mis alumnos nunca dejan de sorprenderme.
Porque me emocionan muchísimos poemas y quiero que los demás también se emocionen (o algo).
Porque la poesía nos toca, nos habla, nos inquiere.
Porque hay poesía en todo.
Porque hay pocas cosas más gratificantes que compartir lo que a uno le gusta.
Porque soy una entusiasmadora profesional.
Porque me resisto "a acatar la orden / de ser tibia y cautelosa".
Porque la palabra sana.
Porque "hay que estar ebrio siempre, de vino, de poesía o de virtud".
Porque la poesía es infinita.
Porque la poesía es un modo de estar en el mundo (es mi modo de estar en el mundo).
Porque se trata siempre de "oponer una frase de basalto / al genio oscuro que nos desintegra".
Porque no me puedo guardar tantas maravillas para mí sola.
Porque sí.
Y porque tengo muchas ganas.

Así que, ya saben... 


2 de abril de 2014

Memoria de la inundación

Ante todo, a mí no me pasó nada. Pero quiero igual recordar ese día de hace exactamente un año porque todo cambió a partir de allí, incluso para los que podemos decir que no nos pasó "nada". Con este "nada" quiere decirse nada grave, nada más que el obvio fastidio de estar quizás dos o tres días sin luz y sin agua, nada más que el pataleo caprichosito de "cuándo volverá la luz que se me pudren los yogures en la heladera" y nada más. Recordemos que mucha gente perdió todo, absolutamente todo y lo más lamentable, lo más trágico, lo inaceptable es que en ese "todo" muchos perdieron a sus seres queridos. No hay reparación ni justificación ni comprensión posible para eso: un electrodoméstico arruinado por el agua mugrienta de la inundación se reemplaza, pero ¿un padre, un hijo, un hermano? Por eso quiero recordar hoy, un día que ya es naturalmente de recuerdos y ominosos encima. Como en algún lado he hablado ya del 2 de abril del que siempre se hablaba hasta el año pasado, hoy quiero referirme a la nueva pena que se sumó a aquella a raíz de dos hechos innegables: un suceso climático fuera de toda regla y previsión (porque eso fue la biblíca descarga de agua que vivimos aquella tardenoche) y la más absoluta e imperdonable de las inoperancias y desidia por parte de los funcionarios públicos de todos los estamentos. Por eso fue una tragedia y fue aún más trágica porque pudo evitarse. O, por lo menos, paliarse mejor, más rápidamente, con más tino y premura. No hubo nada de eso.
Recuerdo entonces que ese día, aunque era feriado, me levanté temprano para ir al gimnasio: había densas nubes en el cielo y se notaba ya que vendría una buena tormenta, pero me aventuré lo mismo a la calle, entrené, volví a mi bunker, me bañé, me puse a pelotudear en Facebook... lo usual. A la tarde iríamos con algunos de mis compañeros a Antares; cierta persona (protagonista de cierta novela autobiográfica...) proclamó que vendría a visitarme aunque con el correr de las horas se hacía evidente que no sería una buena idea... ya había empezado a llover en Buenos Aires (donde él estaba) y ya había noticias de zonas anegadas, cuando no francamente inundadas. Como aquí todavía no pasaba nada, me dediqué a leer, creo que una novela de Donald Westlake, y a eso de las cuatro de la tarde comenzó la lluvia. Seguí leyendo y supuse que pararía en un rato. O en una hora. O en dos. Lejos de parar, arreció. Y arreció a tal punto que tuve que bajar la persiana de mi puerta-ventana y era tal el viento y la fuerza con que soplaba que se apagó el calefón (la llama del piloto siempre me obsesiona, como vestal que soy) y entraba agua por el ventanuco de la cocina y se oía el ulular de las ráfagas por todo el edificio y el ruido de la lluvia cayendo como jamás era ensordecedor... ¿ya dije que nunca me gustó la lluvia ni mucho menos las tormentas? Decidí tomármelo con calma pero cuando se cortó la luz (¡maldición!) y no había ni un atisbo de que el diluvio (pues eso era) fuera a parar cuando ya habían pasado el rato, la hora, las dos horas que yo supuse que duraría, empecé a inquietarme más de la cuenta... aún así me las arreglé para seguir leyendo a Westlake hasta que cuando amainó un poco (pero no mucho) otro desastre, del que pocos se acuerdan y que estuvo siempre ahí, pero soterrado, silenciado, escondido, ocurrió: levanté la persiana porque notaba algo raro, algo como un resplandor naranja en dirección a la destilería de YPF. Algo había estallado allí. La sempiterna llama de la destilería, en cuya línea recta vivo, hacía rato que había desaparecido entre las nubes y el agua; ahora ya era de noche (¿las diez, las once? no sé) y entre densos nubarrones negros había resplandores de un naranja espectral y sombrío. Saqué algunas fotos, como pude, volví a bajar la persiana e intenté dormir.

Imagen: Analía Pinto (2013)

Al día siguiente, ignorando completamente lo que había sucedido en la ciudad, me levanté y sin poder lavarme ni tan siquiera la cara o las manos (pues no había agua ni luz) fui a trabajar, en la más absoluta inconsciencia, lo reconozco. Llegué y estaba uno solo de mis compañeros, sacándole agua al escáner DAL que usamos para digitalizar libros antiguos. Auch. Una de las computadoras también se había mojado y parte del techo se había venido abajo (sobre el escáner). Seguía denso y nublado. Fueron llegando otros compañeros, todos demudados, sin saber qué hacer ni qué decir. Luz no había, red mucho menos, así que limpiamos un poco y nos fuimos, ¿qué íbamos a hacer ahí? Ya nos habíamos enterado que dos de nuestros compañeros se habían inundado: más de 50 cm. uno, un metro y pico largo otro. Recién entonces caí en la cuenta de que había sido algo tremendo y comprendí porqué me llegaban tantos mensajes preguntándome si estaba bien, sobre todo de personas que no viven en La Plata. 
Finalmente, después de un par de días sobreviviendo sin agua y sin luz, éstas volvieron, tiré los yogures podridos y ni bien pude conectarme a Internet vi que todo era mucho peor, muchísimo peor de lo que yo pensaba. Y lo peor era, es, insisto, la desidia de los funcionarios, el destiempo, la total falta de operancia y eficacia, la indiferencia, el engaño, el horror de no hacerse cargo de lo que deben hacerse cargo, de querer esconder algo imposible de esconder... y el desprecio por la vida, ante todo. Tener que soportar que un intendente te diga, después de semejante desastre, qué cosas debés poner en una mochila ante un próximo diluvio, cuando todavía se estaban secando los colchones y muchas personas aún no encontraban a sus seres queridos, es francamente indignante. Y que nunca se haya admitido nada, que nunca se haya dicho "bueno, sí, la verdad no estábamos preparados para esto y no supimos reaccionar" indigna aún más. Lo que no indigna, eso sí, lo que enorgullece, lo que fortalece y brinda todavía una luz de esperanza es la gente. La gente que, como pudo, como le salió, se organizó y ayudó al prójimo, ese elusivo ser que nunca sabemos muy bien cómo es y que siempre tendemos a obviar, cuando no a ignorar o directamente a destruir, como viene sucediendo últimamente. 
Eso fue solidaridad auténtica. Todo lo demás, argucias electorales, mierda politiquera, basura de la peor especie. 


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