16 de abril de 2014

Por qué escribo poesía (y una invitación solapada)

Me lo deben haber preguntado muchas veces y debo haber respondido cada vez algo distinto (creo). Si me lo preguntaran hoy, ahora mismo, no sabría muy qué responder, a excepción de un tambaleante "es una necesidad", seguido del ya tópico "porque es mi manera de estar en el mundo". Pero, ¿es realmente una necesidad, como lo son comer o ir al baño? ¿Y cuál es, al final, esa manera de estar en el mundo? ¿en qué se diferencia de la manera de estar de un mecánico o de una alondra?
Tal vez no sea una necesidad en términos fisiológicos (si no como, me muero, dicho brutamente, está claro; si no escribo poesía... ¿pasa algo? morirme por cierto que no me muero), pero sí lo es en términos ontológicos, diría yo. Hay un impulso, un élan irresistible hacia la poesía, una clara inclinación hacia su lectura y más aún hacia su escritura. Todos los poetas son precoces y yo no fui la excepción: debería tener quince o dieciséis años cuando escribí algo que podríamos llamar, sin sonrojarnos, poema. No he podido (ni querido) parar desde entonces, a pesar de muchos y variados alejamientos. No se me ocurre un mundo sin poesía, así como tampoco se me ocurre sin música, sin arte, sin chocolate o sin gatos. Por ende, no se me ocurre una manera de estar en eso que tan pomposamente se denomina mundo sin poesía.
Las veces que he hablado sobre la poesía ante diversos públicos he procurado siempre desterrar mitos. La poesía está imbuida de numerosos mitos que es preciso dinamitar antes de adentrarse en ella. El principal de ellos es el que a mí me gusta denominar "poesía no eres tú", añadiendo de inmediato que uno de mis poetas favoritos es justamente Bécquer. El mal entendido y mal leído Bécquer. Porque una vez tuvo el tino (o la desgracia) de escribir ese célebre verso ("¿y tú me lo preguntas? / Poesía eres tú"), con el que seguramente quería congraciarse con alguna damisela, una gran cantidad de gente asumió que eso era la poesía. Pajaritos, florcitas, versitos, pavaditas lindas que se le dicen a las quinceañeras para conquistarles el corazoncito inocente y dulzón. NO. La poesía es ciertamente otra cosa, aunque nunca podamos saber con exactitud (y quizás ni siquiera atisbar una milésima parte) qué rayos sea esa "otra cosa". Siempre hay algo que nos interpela en la poesía y lo hace donde más nos llega, donde no queremos mirar, donde tememos pasar de lo meramente epidérmico. Por eso sostengo que no se trata de versitos y de rimitas que se escriben para pasar el rato. Eso puede ser muy terapéutico, pero no es poesía. Y aunque no haya manera ni receta ni fórmula alguna para saberlo, siempre sabemos cuando estamos en presencia de un poeta o un poema de verdad. Hay algo que lo marca, una cuerda que suena distinto, un aleteo apenas perceptible, una ínfima luz que se enciende y se apaga en la lejanía que nos dice que ahí sí hay poesía, que ahí hay trascendencia. 
Y con esto voy a otra de las cuestiones que siempre me gusta abordar a la hora de hablar de poesía: la poesía es una revelación (una epifanía, un descubrimiento impepinable) y una rebelación (una fiera resistencia a todo oprobio, a toda coacción, incluso a la de la misma poesía). 
Sirva todo esto para decir que, por segunda vez en el año, voy a estar leyendo mi poesía en un ciclo de lecturas y están, desde luego, todos invitados (en la imagen va toda la data).


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