31 de marzo de 2014

¿Todas las novelas son autobiográficas?

Ayer, mientras leía este maravilloso artículo/ensayo de Zadie Smith, me puse a pensar en mis novelas. Oh, sí, he escrito varias (por lo menos dos, digamos) y he vivido, quizás, siempre en la misma. Lo que disparó la reflexión fue esta ¿necesidad?, este ¿impulso?, esta ¿compulsión?, esta ¿fuerza? que me llevó siempre a escribir novelas que podrían llamarse "autobiográficas", es decir, basadas en los eventos consuetudinarios de mi vida. Más aún, mis novelas favoritas siempre han sido las novelas de este corte, especialmente las de mi madre literaria, Erica Jong, quien no vaciló nunca en "exponer" su vida en sus novelas. En todas y cada una de ellas, aun en las que no forman parte de la saga de Isadora Wing. Toda vez que me sentí compelida a escribir algo que pudiese cuajar bajo el rótulo de "novela" terminó siendo algo estrictamente autobiográfico, personal, efectivamente vivido. ¿Qué nos mueve entonces a contar nuestra propia historia? ¿Es cierto, como leí por allí, que si todos los hombres estuvieran dotados para la narración y contaran sus vidas leeríamos las novelas más maravillosas y tremendas? Tal vez. 
Hoy quiero preguntarme qué es lo que me ha llevado a seguir este derrotero en una época que ya no es muy dada a la novela autobiográfica, ni siquiera a la novela "realista", tal vez ni siquiera a la novela per se. Pero como a mí siempre me gusta ir a contramano, eso no me preocupa demasiado; lo que me preocupa es que no sé qué hacer aún con la novela que escribí en el 2010 y de la que algo se habló en estas páginas: si reescribirla, si reestructurarla, si tirarla al diablo, si hacer caso de las correcciones y sugerencias que me hizo un amigo muy querido, si... qué sé yo. Me planteo todo esto porque, oh, oh, ahora que he vuelto a escribir, han renacido las ganas de escribir algo así como una novela. Pero, chan, no quiero que sea autobiográfica (aunque todas lo sean). Quisiera crear personajes independientes de mi experiencia personal y, a través de ellos, con un poco de suerte, quizás sí bucear en profundidades un tanto espeluznantes del uno mismo. Quisiera ver qué les pasa a esos personajes, en qué líos se meten y cómo salen (o no) de ellos. Quisiera escribir, como dice mamá Erica, la novela que me gustaría leer, llena de amor, romance, furia, lujuria, música y literatura... y chan, volvemos a caer en lo autobiográfico, una vez más. 
Las dos novelas (si así puedo llamarlas; incluiría una tercera pero en verdad es una nouvelle) que escribí recrean mis dos únicos enamoramientos. Nunca se me ocurrió hablar de otra cosa, creo que no se me ocurrirá jamás, ni tampoco se me ocurrió nunca que esto pudiera no ser interesante o entretenido. Siempre es interesante y entretenido el romance, el amor, aún los más edulcorados, cursis y pedestres. Las relaciones entre hombres y mujeres me han obsesionado desde que comencé a usar eso que llaman la razón y mis novelas favoritas son siempre las que abordan este gran tema universal: cómo aman las mujeres, cómo aman los hombres, cómo aman los que no son amados, cómo no aman los que son amados... Nunca se me ocurrió pensar que a nadie le importaría lo sucedido en la vida de esta mujer a quien nunca eligen como la principal y siempre es la otra (aunque ya vimos que eso puede llegar a resolverse eventualmente), esta mujer que escribe y que se niega, desde el minuto cero, a ser como el resto, aunque este último bastión se le está cayendo a pedazos de un tiempo a esta parte, porque cuando ella dice "no quiero ser como el resto", piensa en cómo eran su mamá, su abuela, sus tías, sus primas y quizás algunas amigas que ya no frecuenta: amas de casa corrientes y molientes, "chicas de su casa", sirvientas sin sueldo, esposas de, ceros a la izquierda. Y, a decir verdad, hay cada vez menos de estas mujeres, a Dios gracias. Pero el mandato y el mito siguen operando en esta cabecita siempre desconcertada y ella sigue diciéndose, muy firme, "no quiero ser como el resto, no quiero ser como el resto". ¿Y qué pasaría si, oh, Dios no lo permita, fueras como el resto? Horror, espanto, desolación, ¿no es cierto? Claro, nunca se le ocurre pensar que NO es posible que eso pase pues claramente ella no es como el resto: es como es y punto.
Y aquí vuelvo al ensayo/artículo que tanto me gustó de Zadie Smith, ya que ella opina que el deber de un escritor es el siguiente (y yo aplaudo y estoy de acuerdo): 

"Para los escritores, según lo veo yo, sólo hay un deber: el deber de expresar de modo exacto su modo de estar en el mundo. Pido perdón si esto suena genérico e impreciso. Escribir no es una ciencia y estoy hablando en los únicos términos que tengo para describir lo que intento una vez y otra (aunque falle en alcanzarlo) cuando me siento frente a la computadora.
Cuando escribo lo que estoy intentando expresar es mi manera de estar en el mundo. Este es, principalmente, un proceso de eliminación: una vez que se han removido el lenguaje muerto, los dogmas de segunda mano, las verdades que no son propias sino de otros, los lemas, los slogans, las mentiras nacionales, los mitos de la propia época histórica, una vez que se ha removido todo lo que da forma a la experiencia pero uno no reconoce ni cree, lo que queda es algo que resulta ser más o menos la verdad de una convicción propia. Eso es lo que busco cuando leo una novela: la verdad de una persona, por lo menos la parte que puede ser transmitida mediante el lenguaje. Este único deber, propiamente perseguido, produce resultados complicados y diferentes. Esto no es una llamada a la autobiografía, aunque siempre haya escritores que confundan el deseo del lector de una verdad personal con su llamado a escribir un tratado o un discurso o unas memorias apenas disfrazadas en las que ellos mismos son los héroes. La verdad de la ficción es una cuestión de perspectiva, no de autobiografía. Es lo que no puedes evitar decir si escribes bien. Es la marca de agua que corre por todo lo que haces. Es el lenguaje como revelación de una conciencia."
Ojalá en mi próxima novela, sea del corte que sea, pueda mostrar mi modo de estar en el mundo. Y, por qué no, también en las anteriores. 

30 de marzo de 2014

Nothing else matters

No, no fui a ver a Metallica. Y no importa. No importa porque ya los vi y los vi cuando tenía que verlos, es decir, en pleno auge de mi fanatismo por ellos y por el metal. Eso fue en 1993, exactamente en su primera visita a la Argentina. Todavía tenían el pelo largo. Y yo tenía apenas 19 años, todavía estaba en el secundario (aclaremos que repetí un par de años por vagancia pura) y ese recital fue el más importante de mi vida. Por lo menos así lo dejé escrito en el diario de aquella época. 
Y hoy, que Metallica vuelve a tocar en la ciudad en la que vivo y con un setlist armado por la gente, quiero recordar algunos pasajes de ese diario, quiero compartir la visión sobre ese acontecimiento que tenía aquella chica, a quien todos llamaban Mary Jane (por un tema de Megadeth, no vayan a creer) y que todos los fines de semana iba a ver a sus bandas favoritas (Hermética, Logos, Horcas, Militia y un montón más), y que no se perdió ni uno de todos los grandes recitales que hubo en aquella época. Hoy quiero mostrarles a una de las que fui y que sigo siendo en algún punto del tiempo y del espacio, y que reencarna cada vez que escucho heavy-metal. 

Imagen: Analía Pinto (2014)

El 9 de mayo de 1993 escribí cosas como las siguientes: 

- "Vélez estaba lleno: 45.000 almas llenando un estadio hermoso, en el campo no entraba nadie más, las plateas colmadas al máximo. El marco era impresionante. Había gente fanática de toda la vida de Metallica más las caras de todos los fines de semana, más gente que sólo asiste a eventos de este tipo, más los colgados, caretas, ocasionales y temporarios heavies de siempre, que en su mayoría eran minitas. En especial había gente de este tipo, minas que no calaban una, que esperaban sólo "los lentos" y que se notaba que en su puta vida habían ido a un recital. Yo sabía que esto iba a ser así y que iba a ser inevitable por la masividad que tiene hoy en día Metallica, pero de todos modos me jode que haya gente tan imbécil que ni siquiera se dé cuenta de qué lugar están pisando. Así que intenté no darle bola a la gilada y hacer única y exclusivamente la mía. Y lo logré."

- "Luego de una espera corta pero que para mí no se terminaba nunca (aunque matizada con un encuentro del que ya vamos a hablar), las luces del estadio se apagaron, salió una intro (creo que sacada de una película) y a los dos minutos salieron los acordes de "Enter sandman" y cuatro figuras vestidas de negro se dedicaron furiosamente a DESCEREBRAR a esas 45.000 personas que allí estábamos. Yo no lo podía creer y mientras saltaba como nunca salté en mi vida, saltaban también mis lágrimas y mi llanto a los gritos (jamás lloré así) pues la emoción era tal que ya no podía más."

- "Y por eso me volaron la cabeza, porque son AUTÉNTICOS y no tuvieron ningún empacho en demostrar la felicidad de encontrarse con gente tan caliente como nosotros. Es indescriptible la felicidad que había abajo y arriba del escenario, no existen palabras para describir FEHACIENTEMENTE la locura que se vivió anoche. Tocaron temas de todos los discos y esto también vino a demostrar el porcentaje de caretas y "paracaidistas" que había, porque hubo mucha gente que, cuando tocaron temas viejos, sobre todo de "Kill'em all", se quedaron en el molde como si nada, lo cual me pareció patético, pero, en fin, son ellos los que se lo pierden. Por suerte a mi alrededor había gente fanática que, como yo, no vaciló en cantar TODOS los temas sin cesar. Yo canté todo y lo canté todo gritando como una marrana!!! (...) Y mi locura, felicidad, alegria y delirio hicieron eclosión cuando salieron con "Nothing else matters", porque al ver todo el estadio iluminado sólo con los encendedores me hizo exclamar "¡Es hermoso!" y sí, era hermoso ver el estadio así, ver toda esa gente junta, y era hermoso ver a Metallica aquí, en mi país, tu país, SONANDO COMO LA PUTA QUE LO PARIÓ, matándonos a todos, y ese "es hermoso" me salió entrecortado de sollozos y ya no pude más: me largué a llorar y canté la letra de ese tema (que es alucinante), llorando, riendo y alucinando a la vez. Hacia el final del tema, cuando se pone más pesado, me salió la locura y grité como loca y el llanto desapareció. Pero ese momento, que lloré de pura felicidad, no me lo puedo olvidar ni lo olvidaré nunca."

- "Metallica tocó casi tres horas que se pasaron como si nada. Yo rogaba que no terminara nunca. Vi gente bostezando, sentada ahí en el césped y me pareció de terror. Yo rogaba a cada tema que pasaba que no se acabara nunca y creo que ellos también estiraron el show todo lo que pudieron pero tuvo que terminarse igual, y creo que tanto ellos como nosotros quedamos igual de felices. Y creo que eso es lo único que realmente importa. En el set recorrieron todos sus discos y no existen diferencias en los temas de un disco a otro. Quiero decir que todos suenan con una fuerza y energía increíbles, algo que jamás vi y dudo vuelva a ver."

Hay más, por supuesto. Se describe detalladamente la lista de temas, por ejemplo, se reafirma el amor incondicional por el metal y por Metallica, etc. etc. Me enternece terriblemente leer(me), leer lo que escribí y rememorar así lo que viví hace 20 años, y si me pusiera a analizar un poco más en profundidad lo que se trasluce por allí podría escribir una tesis. Pero no es la idea. Hoy, en este domingo lluvioso, sólo quería recordar lo que había sentido cuando vi a Metallica y entender, tal vez, por qué no fui a verlos ahora. 

29 de marzo de 2014

La catarata de porqués

La protagonista de mi novela autobiográfica Nunca, nadie, jamás (que soy y no soy yo), un día se dijo: "Amo a un hombre que siempre ama a otra. Mejor dicho, que siempre elige a otra". Un hombre del que se ha hablado mucho aquí mismo (hasta tiene una etiqueta que lo identifica, que hoy no he usado adrede, pues, después de todo, él también es un personaje de mi ficción). Eso desató, como era de esperar, la catarata de los porqués (¡y seguimos!): ¿por qué me obstino en querer a alguien que no me quiere como yo quiero que me quieran -ni nunca lo hará? ¿por qué pretendo siempre lo imposible? ¿por qué no me conformo? ¿por qué él siempre siente la necesidad de hacérmelo saber? ¿por qué siempre otras y no yo? ¿por qué vuelve, entonces, cuando todas las otras se hartan o lo envían de una patada en el orto hasta mi casa? ¿por qué lo acepto, cada vez que vuelve, y sonrío como un gato de Cheshire cada vez que dice que no va a volver? 
Imagen: Analía Pinto (2009)
Y los porqués siguen, inexorables. La protagonista de mi novela es muy cabeza dura. Ella siempre dice que es su ascendente en Tauro, pero yo comienzo a sospechar que es pura necedad, ya ni siquiera obstinación ni tampoco ofuscación (en el sentido griego del término), como pudo haber sido en el pasado. Es necia, por no decir que es estúpida. Es necia porque sabe, desde tiempos inmemoriales, que esto es así. Siempre fue así. Desde el comienzo mismo (la novela así lo describe). ¿Por qué cree esta tonta que eso puede cambiar? ¿Por qué es tan ingenua? (y los porqués vuelven y vuelven). Es necia porque supone que alguna vez esto va a ser distinto. Porque un día él le dijo que. Porque una noche de verano él sostuvo aquello otro. O porque la miró así o porque le acarició asá o porque no sé qué. Ella cree. Ella sigue creyendo. Persiste. Ni una horda de psicoanalistas podría convencerla de lo contrario.
Pero tal vez yo sí pueda. Después de todo, A, la protagonista de mi novela autobiográfica aún inédita, es un personaje de mi creación. Yo podría hacer que A, al fin, se rindiera. Que tirara la toalla de una vez y dijera: ¿sabés qué? me tenés harta vos y todas tus "otras", vos y todas tus payasadas, vos y todas tus idioteces, vos y todas las veces que me dijiste lo que yo quiero escuchar con el único objeto de pasar el rato, no porque lo sintieras verdaderamente, vos y la reputa madre que te remil parió, vos y... Vos, vos, vos, él, él, él, siempre él, ¿no? El malo de la película. El que dice lo que ella quiere escuchar con fines espúreos. El que dice, hace y deshace, como si ella no tuviera vida ni voluntad. Siempre él. El hijo de puta, el conchudo más bello, como lo llamó en algún poema (en este poema). Y, oh sagrado corazón de la psiquis, ¿no sería tiempo, quizás, pequeña A, de empezar a pensar las cosas de otra manera? 
¿Qué tal si nos preguntamos, incluso en un día tan bello como éste, qué pasa con nosotras? ¿Quién es el malo o la mala de la película acá? ¿Qué tal si dejamos de ponernos en el lugar de las pobrecitas y relegadas víctimas por un rato? (un ratito nomás, para probar, ¿dale?). ¿Qué tal si dejamos de fijarnos en lo que esta persona en particular hace y nos fijamos en lo que hacemos aquí dentro? ¿Qué tal si nos fijamos en los aleteos contumaces de este corazón, en la sublime efervescencia de este espíritu, en los tiernos arrebatos que todavía alberga esta piel? Mirá si, por una de esas casualidades nada casuales que tiene la vida, descubrimos que ¡oh! no siempre era él el culpable de tus tormentos ni la causa de tus sinrazones, ni siquiera la musa inspiradora de todos tus poemas... ¡chan! (caída estrepitosa de paradigmas varios). Mirá si, por el mero hecho de aventurarse a pensar un poquito como lo haría tu psicoanalista (guiño guiño), descubrimos que él "no te elige" por la sencilla razón de que sos vos la que nunca se eligió para ocupar ese lugar... ¡lluvia de chanes! (todas las estructuras psíquicas de A estallaron de rabiosa claridad esta mañana cuando al regresar del gimnasio pensó precisamente esto). 
La catarata de los porqués tiene su razón de ser cuando lleva a revelaciones de esta especie, no cuando se queda dando vueltas como un perro queriéndose morder la cola. Sucede que para ello es necesaria una dosis de sereno coraje que no creía poseer hasta ahora. Bienvenidos, pues, los porqués.

28 de marzo de 2014

Por qué dejé de hacer terapia

Es la semana de los porqués en C&D. No fue a propósito, surgió solo y lo celebro. Está bueno plantearse por qué uno hace o deja de hacer determinadas cosas. Hoy dije, en broma, en un comentario de Facebook que el título de mi próximo posteo iba a ser "Por qué dejé de hacer terapia" y... resultó que no era ninguna broma. 
¿Por qué dejé de hacer terapia, si me ayudó tanto? Precisamente por eso. Porque ya me había ayudado lo suficiente y quizás hasta más de la cuenta. Porque ya no lo necesitaba. Porque todo lo peor ya había pasado. Porque muchas veces, sobre todo a lo último, en vez de ayudarme, me agotaba. Me agobiaba yo solita, semana tras semana, repitiendo siempre las mismas (o muy parecidas) cantinelas, sin activar nada. O activando muy poco. Claro, los cambios se aprecian mucho después. En el mientras tanto todo parece que va igual, que nada cambia, que para qué rayos pago lo que pago cada semana si siempre vengo y repito como un lorito lo mismo. Pero no es lo mismo, se sabe: es un tortuoso camino en espiral en el que se va pasando por los mismos lugares, una y otra vez, pero a distinta distancia. A veces más cerca del precipicio, a veces más lejos, a veces desde arriba, otras desde abajo. Llega un día, no obstante, en que el espiralado paciente dice "basta" y eso fue lo que hice yo.
Imagen: Analía Pinto (2009)
Tuve mi primera sesión en septiembre del 2006. En ese momento, trabajaba y estudiaba (se me había ido a la mierda el mito de "no se puede trabajar y estudiar a la vez", con gran estruendo), pero me sentía horrorosamente mal. Había algo que me perturbaba muchísimo (pero mucho mucho) y era que me sentía invisible. Sí, la mujer invisible. Sentía que nadie me registraba, que el mundo sería exactamente lo mismo si yo no estuviera en él... pero ¿lo sería? Iba por la calle y ni siquiera recibía los consabidos piropos al pasar frente a una obra en construcción. Eso fue alarmante. Algo pasaba, era evidente que algo estaba pasando si ni siquiera recibía la atención de los masculinos de un gremio tan simpático y tan dado a la exaltación de las curvas femeninas. 
Por supuesto que algo pasaba: vivía en el páramo de la depresión.
En aquella primera sesión, me deshice en llanto a los quince minutos de iniciada. No sabía si correspondía o no, si estaba permitido o no, o cuál era el protocolo psi-: yo me largué a llorar porque había encontrado la punta de la madeja que, como una Ariadna descuidada, había enrollado a mi alrededor, al punto de que estaba cada vez más cerca de la asfixia. Pasaron muchas sesiones y el panorama era siempre igual: yo hablaba y mi psicoanalista asentía, me alcanzaba una carilina, decía una frase escueta y nada más. Esto me enojaba a más no poder, pues yo quería respuestas, soluciones (!), pero luego entendí que era parte del proceso. Debieron pasar muchas de esas sesiones en las que seguramente aburrí hasta la naúsea a M. para que un día me dijera: "bueno, ahora ya podemos pasar al diván". Eso significaba que habíamos encontrado los problemas principales y podríamos abocarnos a ellos. Chan.
En el diván pasé entonces casi siete años, en los que pasó de todo: este blog así lo atestigua. Conseguí un trabajo estable, me vine a vivir sola, escribí mi novela, falleció mi papá. En este punto, el más doloroso, dejé de escribir en este blog (y casi en todos los otros). ¿Qué nos dice eso acerca de los deseos no satisfechos y de autoboicotearnos y hacer todo lo posible por no seguir nuestra vocación? podría preguntarme con aires freudianos-lacanianos, pero no lo haré. Fue precisamente porque me cansé de desmenuzar y analizar todas-las-posibles-significaciones-de-todos-los-sucesos (incluso los más anodinos de la existencia) por lo que dejé terapia. Y hubo algo más: cuando el cuerpo se puso en movimiento (ver aquí), la mente mágicamente se aclaró como nunca antes se había aclarado y de pronto pasar cuarenta y cinco minutos recostada en un diván lamentándome porque el protagonista masculino de mi novela autobiográfica no me ama como yo quiero que me ame, por enésima vez, me pareció completamente inútil e inviable. Ya está, me dije. Ya sabemos que eso es así y que aquello otro que también te preocupa tanto es asá y que lo de más allá tampoco va a cambiar, que no te vas a recibir porque lo único que te interesa (¡y no lo hacés!) es escribir, que no querés enseñar en una escuela y por eso das taller, que tales y cuales cosas son así porque vos así lo decidiste y entonces... ¿para qué gastar plata y tiempo en esto? No da.
Y no, no daba. La prueba está en que no pienso ni tengo ganas de volver. La prueba está en que luego de ofuscarme como un personaje de tragedia griega, decidí hacer algo y empecé por retomar este blog, que tantas alegrías me brindó siempre (y me las sigue brindando, a juzgar por los comentarios recibidos esta semana). La prueba está en que sigo entrenando y no pienso parar, porque así la cabeza también sigue clara, más allá de los inevitables nubarrones que cada tanto aparecen. La prueba está en que ante las crisis puedo reaccionar rápidamente y maniobrar sin lastimarme ni lastimar a nadie. La prueba está en que vuelvo al que siempre fue mi lugar en el mundo: la poesía.

27 de marzo de 2014

Por qué dejé de estudiar Letras (y no sé si voy a volver)

Dejé de estudiar Letras por muchas razones (sobre todo porque dejé varias veces). Dejé de estudiar Letras, básicamente, porque me desilusioné. También porque me aburrí. Y porque no volví a encontrar la energía necesaria para acometer una carrera universitaria en este momento de mi vida. Pero me interesa hablar de la desilusión. 
En general, sucede al revés: la gente se desilusiona enseguida con la carrera. Creían que era una cosa y resulta que era muy otra. Pensaban que iban a salir con un diploma de escritor bajo el brazo (hay gente que todavía lo piensa) y lo primero que les dijeron fue "si quieren escribir, vayan a un taller literario" y les tiraron con Saussure y Chomsky (o los autores que ahora estén de moda) por la cabeza. Otras personas, más moderadas, empiezan sin demasiadas expectativas y le van encontrando la vuelta. Muchos optan rápidamente por el perfil pedagógico o por las lenguas clásicas. Casi nadie se va para la rama lingüística. La gran mayoría opta por las literaturas, especialmente la argentina. Pero yo no. Porque a mí me gustaba todo. Porque yo quería aprender todo. Quería cursar todo, incluso las materias que no tenía obligación alguna de cursar. Quería especializarme en todo. Menos en enseñar para el secundario, todo. Enseñar en la facultad, por supuesto. Ser licenciada en esto y en aquello, desde ya. Cursar los cuatro niveles de latín y griego, ¡obvio! Hacer todas las literaturas, más vale. Ser más ñoña que todos los ñoños juntos, eso quería yo.
Pero algo pasó en el medio. 
Imagen: Liliana Gelman
Cuando entré a la carrera, tenía veintitrés años. La mayoría de mis compañeros apenas llegaba a los dieciocho, salvo dos o tres excepciones. No sabían nada. No habían leído nada. O habían leído solamente lo que les habían dado en el secundario (prácticamente nada). Yo ya me consideraba escritora. Y venía de estar tres años (con todos sus días y todas sus noches) leyendo y escribiendo. Y nada más. Ya tenía poemas publicados, novelas inéditas, cuentos empezados, miles de proyectos creadores en danza. Leía como una descosida, como he leído siempre, por otra parte (pueden cerciorarse de ello aquí). Sólo me faltaba el orden, la teoría, la técnica. Todo lo demás lo tenía. Y hasta había tenido latín en el colegio. Los primeros dos años fueron una papa. Siempre dieces, siempre carpetas completas, jamás me presentaba a un parcial o un final sin haber leído todo (pero lo que se dice todo). Pero. Durante el que fuera el tercer año (1999) pasaron montones de cosas que más vale no recordar ahora aquí y dejé de estudiar. Volví al año siguiente, no obstante, y el fuego sagrado permanecía intacto, más allá de alguna rebeldía (recuerdo haber dejado una materia porque los parciales eran grupales y "mi nota no va a depender de lo que hagan o no hagan los otros" [sic]). Encaré el siguiente año con el mejor ánimo pero entonces se me cruzó la crisis (era el 2001 y no era joda) y allí me alejé por mucho tiempo. Tanto que recién volví en el 2005. Muchas cosas habían cambiado. Me sentía extranjera donde antes había campeado como la mejor. La mayoría de mis compañeros ya se había recibido y sólo algún que otro estudiante crónico como yo vagaba por los pasillos. Había nuevas generaciones, nuevas camadas, habían cambiado los programas, el plan de estudios... Muchos cambios. Acerté los golpes como pude y continué. Entonces, se obró el milagro en mi vida: empecé a trabajar. Lejos de La Plata. En algo vinculado a lo que siempre amé, la literatura, claro, pero viajar de Palermo a La Plata se complicaba cada vez más. Así y todo resistí un año más. Pero volví a dejar. 
El derrotero existencial me llevó entonces a convertirme en pitonisa virtual y a redactar horóscopos para celulares (risas). Trabajaba en Buenos Aires, en un horario en el cual era imposible trasladarme a La Plata ni siquiera para cursar una triste materia. Me olvidé por un buen rato de la facu. No me importaba. En el 2008 empecé a trabajar en la UNLP, gracias a un amigo y compañero de la facu, que aún no se había recibido (y que se recibirá muy pronto o lo moleremos a palos acto seguido). Trabajar en la misma ciudad donde estaba la facultad y en una dependencia de la universidad parecía la oportunidad ideal para volver a estudiar pero me lo tomé con calma y regresé recién en el 2011. Más cambios. Más caras nuevas. Pero aquí sobrevino lo peor: entre tanto cambio, entre tanta revolución, se había perdido algo que para mí siempre había sido fundamental: la excelencia, la exigencia. Casi me da un ataque de risa (o de llanto, no sé) cuando noté que los profesores (nos) trataban a los alumnos como si éstos fueran niños de corta edad (de cortísima edad, de preescolar, digamos). Casi me da un soponcio cuando vi que ya no importaba nada, que leer o no leer era lo mismo, que presentarse a un parcial para sarasear un rato era lo único que cabía hacer, y que ya a nadie (o, seré justa, a muy pocos), les importaba la literatura, que es lo único que a mí siempre me ha importado. 
Y volvieron mis rebeldías y mis peleas, ficticias y reales, con estas personas que ya no demostraban el mismo amor por lo que yo quería y quiero tanto. No había un profesor Cowes que nos leyera poesía; no había un profesor que nos deslumbrara con su sapiencia, con su labia; no había ya nada de todo lo que antes me hacía tan feliz en ese entorno: las horas pasadas en la biblioteca, revolviendo ad libitum todos los estantes, las frenéticas corridas al buffet o a la fotocopiadora entre horas, las noches leyendo y releyendo tantas maravillas de la literatura universal... Nada, nada, no había nada. Y aunque participé en un congreso y volví a encontrar una (1) profesora como la gente, con aquel espíritu que yo extrañaba tanto, todo lo demás fue derecho al más profundo abismo de decepción y desilusión y no volví.
Y no sé si pienso volver. Porque enseñar, no me interesa enseñar. Porque investigar, no quiero investigar más que la poesía universal y mi propia poesía y para eso no necesito un título. Porque trabajar, ya trabajo y muy feliz y en algo muy afín a todo esto (sobre todo muy afín a mi TOC). ¿Para qué, entonces, volver? ¿Para qué soportar tanta desidia, tanta falta de respeto en todos los niveles? La calidad de la educación desde 1997 (momento en que yo entré a la carrera) hasta ahora decayó de un modo tremendo (ya sé, chocolate por la noticia). Quizás quienes estén inmersos no lo vean (o, peor, lo ven y no les importa), pero yo que entré y salí en tantas oportunidades lo veo y no lo soporto. No lo puedo soportar. Mi terapeuta solía decirme que por qué no obviaba todo esto y hacía todo lo posible por recibirme. Porque ese nunca fue mi objetivo, querida M. Mi objetivo siempre fue uno y el mismo: escribir.
Estudiar Letras era un pasatiempo, que al comienzo me sirvió mucho y que aún me sigue sirviendo para dar mis talleres, pero nada más. La literatura, siempre, está/sucede en otra parte.

26 de marzo de 2014

Por qué empecé a entrenar (y no pienso dejar)

Empecé a entrenar porque en un viaje vi que no me resultaba fácil hacer un trekking de lo más sencillito. Empecé a entrenar porque cada vez que me miraba al espejo, desviaba rápidamente la vista. Empecé a entrenar porque estaba echando un cuerpo de matrona italiana muy poco agradable. Empecé a entrenar porque no me sentía bien con nada de eso. Empecé a entrenar porque nunca tuve una relación fácil o amena con mi cuerpo. Este cuerpo que nunca dejó de recoger piropos como flores por los campos, pero que se va poniendo cada vez más lindo ahora que está fuerte y entrenado. Empecé a entrenar porque no quería que en las próximas vacaciones me pasara lo que me había pasado allá en Bariloche: piernas cansadas, tobillos hinchados, falta de aire, cansancio extremo, mientras a mi lado pasaban señoras que me doblaban en edad sin ninguno de estos signos. "No puede ser", me dije. "Algo tengo que hacer". ¿Pero qué?
No siempre fui así de perezosa. Había entrenado alguna vez. O, por lo menos, había ido al gimnasio. A un gimnasio con pesas, con aparatos, con físicoculturistas por todos lados. Me busqué el gimnasio menos femenino del planeta, cuando tenía 15 años. Ya les dije que nunca tuve una relación fácil con este cuerpo tan curvado como mis pensamientos. Pero no lo sostuve en el tiempo, fui apenas unos cinco o seis meses y luego hice todo lo humanamente a mi alcance para evitar las clases de Gimnasia en el colegio. Siempre llegaba a fin de año con 24 faltas y media por evadirme de dichas clases. Llegué al extremo de llevarme Gimnasia de tercer año por esta razón y me vi en la triste empresa de rendirla antes de entrar a la universidad: en el reducido patio del Nacional dí unas espantosas vueltas en algo que no se decidía entre el trote y la corrida, hice alguna rídicula lagartija, dos abdominales y recité lo que me preguntaron acerca del reglamento del vóley. Listo. Y ésa fue toda mi relación con la actividad física.
Cuando tenía 21 años, pesaba cerca de 80 kilos. Está bien que soy "grandota" o medianamente alta pero era evidente que ya estaba al borde de la obesidad declarada. Recuerdo que un sábado a la tarde me miré al espejo con atención y lo que vi me pareció espantoso. El lunes siguiente había empezado una dieta de realización casera que, paulatinamente y en el término de ocho meses o así, me llevó a pesar 62 kilos, incluso 58. Me estabilicé en 62 durante bastante tiempo. Pero luego empecé la facultad (¡ah, ir a comer a MacDonalds cada día ya sabemos qué consecuencias trae!), después quedé embarazada, después... qué importa del después. Arrancó el típico subibaja. Unos años más tarde tuve un episodio de hipertiroidismo que me regresó a aquellos hermosos 58 kilos, junto con una serie de síntomas tan horrendos que no se los deseo a nadie. Y de nuevo el subibaja. Y así, hasta el año pasado.
El año pasado dije basta. El año pasado, después de lo que me costó llegar hasta este punto en la excursión al cerro Tronador en Bariloche, dije ya está.
Dije algo hay que cambiar y cambiarlo para siempre. Entonces ocurrió lo que se denomina una sincronicidad. El mail diario con las ofertas de Groupon traía una imposible de rechazar: dos meses de suscripción a un gimnasio "especializado en mujeres" a un precio increíble. Porque eso pasa cuando uno desea algo: hay fuerzas (llámemoslas así) que nos traen o nos acercan a lo que buscamos. Yo quería bajar de peso pero no como lo había hecho cuando tenía 21 años, también quería modelar y tonificar este cuerpo que, ¡santos protones!, este año va a cumplir ya 40 pirulitos. Yo quería hacer algo más radical, más definitivo y sabía que tenía que ir a un gimnasio, pero ¿a cuál? ¿O sería mejor hacer Pilates? ¿O probar yoga? No lo sabía hasta que ese Groupon llegó a mi casilla de correo electrónico. 
Compré la suscripción y un sábado a la tarde (los sábados a la tarde siempre pasan muchas cosas en mi vida, aunque no lo parezca) me encaminé hacia Lights. Al llegar, me di cuenta de que había pasado montones de veces por la puerta y que nunca había entendido qué era (pues yo iba siempre en colectivo y no alcanzaba a leer otra cosa que "Lights"). Me recibió el profe, me hizo algunas preguntas, me anotó en las clases y el martes siguiente empecé. 
Y no paré. Y no pienso parar. Y Lights se convirtió en otra de mis casas y no me canso de recoméndarselo a medio mundo. Y de a poco voy bajando de peso a la vez que aparece el cuerpo que yo quiero. El cuerpo tonificado y modelado, esbelto, "fit", fuerte, el que ya no se cansa en excursiones de trekking por la montaña, el que quiere más y más, el que sigue recolectando piropos como flores de los campos cada vez que lo saco a la calle. El cuerpo que estaba sepultado en grasa y prejuicios, en miedos y descontentos. El cuerpo posible, no el imposible. El cuerpo disfrutante. El gozante, como el poema de Manuel Castilla. El cuerpo que yo quería, el que quiero, el que voy a querer y tener y mantener. El que me va a llevar a todos los lugares que yo quiera, a todas las cimas, a todas las montañas y, en especial, a los logros del corazón.

25 de marzo de 2014

El niño que llora

En mi edificio hay un niño que llora. Qué novedad, dirán. En todos los edificios de todo el planeta hay niños que lloran, y madres que les gritan y platos que se rompen. Pero, por alguna razón que desconozco, éste no es un niño más. Llora de día. Llora de noche. Llora por la tarde. Cuando me voy a las 8 y algo de la mañana ya está llorando desde las 7 y media, quizás. Cuando llego alrededor de las 4 sigue llorando. Y más tarde, llora. Y a la noche, a las 10, a las 11, incluso a las 12, está llorando. Llora todo el día. Sus pulmones parece que no se gastan. Y su madre parece que no se cansa de gritarle, de insultarlo, de no sé, no puedo saberlo, si de pegarle. Pienso que algo le pasa. Pienso que no es normal, que un chico no puede llorar así. Que hay algo que está mal, más allá de esa madre imbécil que no para de gritarle. Porque ella le grita siempre. El chico hace algo que evidentemente a ella le molesta mucho y entonces viene el llanto. Siempre el llanto.
Esto, que puede parecer una anécdota idiota y nada más, en el fondo me preocupa mucho. Porque, bueno, cuando me harto de escucharlo llorar pongo música y listo. O me voy. O mientras estoy en el trabajo me olvido del chico que llora, lo mismo si estoy en el gimnasio, lo mismo si estoy en cualquier otro lado. Pero en cuanto llego, zas, el niño que llora está ahí y su llanto invade todo el edificio. ¿Y nadie hace nada?, me dirán. ¿Qué se puede hacer?, repregunto yo. Y no es esto lo que más me preocupa. Lo que me preocupa es no poder decodificar ese llanto. No entender qué le pasa, por qué llora tanto, por qué nadie le pone un freno a esa catarata de lágrimas y berreos. Cada vez que le presto atención (y es díficil no prestarle atención), me lo imagino desolado, aterrado, inmerso en un dolor inenarrable, en un sufrimiento inextinguible, porque así suena ese llanto. ¿Será entonces que le pegan?, me digo. No puede ser, pienso, porque entonces le estarían pegando todo el santo día. ¿Qué chico puede resistir eso? Entonces razono que el chico tal vez es muy caprichoso y tiene cero tolerancia a la frustración. Cada vez que le dicen que no, bum, viene el llanto. Pero entonces se la pasan diciéndole que no, sigo. ¿Y qué cosa tan estrafalaria puede estar pidiendo un chico que no debe tener más de 2 o 3 años, que apenas balbucea unas pocas palabras, entre medio de sus lloros? No sé, no sé, me devano los sesos pensando en esto y no hallo respuesta. Y el llanto sigue, les aseguro que sigue. 


Ahora, milagrosamente, no se escucha. Hasta hace un rato el niño que llora estaba en el más pleno apogeo de su llantina. Se habrá calmado, se habrá dormido. Pero no va a durar. A las doce de la noche llora siempre. Y yo siempre pienso, ¿no tendría que estar dormido ese chico ya? ¿Cómo no va a llorar si a esta hora un chico de dos o tres años está despierto? Y sigo pensando: ¿qué le pasará a ese chico? ¿qué recordará cuando sea grande? ¿se acordará de que lo único que hacía era llorar y llorar? ¿se acordará de que su madre era una energúmena que sólo le decía "salí de ahí" y "nooo" todo el tiempo? ¿se acordará de que sufría y berreaba como si lo estuvieran torturando o matando o vaya uno a saber qué? 
Ojalá que no se acuerde de nada. Yo díficilmente pueda olvidar su llanto.

24 de marzo de 2014

La furia fría

Este blog era tan copado que todos los 24 de marzo yo escribía algo en él. Y no mis pavadas consuetudinarias, sino algo sobre el 24 de marzo. Y siempre remataba esos escritos (lo pueden ver) con poemas de Miguel Ángel Bustos, uno de los tantos poetas desaparecidos por la dictadura. Ya que he retomado la escritura de este blog, quizás muy lejos de sus lineamientos iniciales (pero qué importa), no quiero hoy faltar a esa costumbre de escribir sobre este día, a pesar de todos mis reparos. "Mis reparos": odio la política, odio lo que provoca, lo que está provocando, pero más odio la manipulación obscena y descarada que propician los medios de comunicación. No todos, digamos, ya saben cuál. Ese monstruo mediático que tiene nombre y apellido y que comenzó a transformarse en esto que es hoy día precisamente un 24 de marzo de 1976. Odio las discusiones estériles, las peleas inútiles, la confrontación imbécil y desbocada, odio que todo el tiempo estemos divididos por cualquier cantidad de pelotudeces que no es necesario nombrar siquiera (y que, si debemos hacer historia, vienen desde el siglo XIX, ufa). Y todavía odio más otra cosa, aún más grave: que no haya un partido político que me represente. No digamos ya que me guste o que pueda apoyar. No siento ni la más mínima representación de parte de nadie. Es una suerte de orfandad política que se traduce en un desamparo ideológico y existencial extremadamente fuerte. Y no soy la única y quienes debieran entenderlo y hacer algo al respecto no lo hacen (porque no les conviene, quizás).
Y entonces me alejo de las contiendas, no participo en discusiones políticas de ningún tipo, me encierro en mi biblioteca y mando todo a la mierda. Cuando alguien me pregunta qué pensamiento político tengo, socarronamente contesto que soy anarco-conservadora como Borges y listo. Las pocas veces que tuve algún intercambio de ideas fructífero en este sentido fue con una persona que quiero mucho y milita en un partido que está muy lejos (pero mucho) de representarme. Sacando esos intercambios, toda vez que se habla de estas cuestiones yo prefiero retirarme o, a lo sumo, contraargumentar con ejemplos literarios. Porque allí sí encuentro algo que me representa. Allí sí encuentro gente que pensó, que peleó, que creyó en algo hasta las últimas consecuencias y pagó con su vida por ello. Allí sí encuentro que muchas voces se levantaron para denunciar las calamidades, las atrocidades, los horrendos crímenes que se estaban cometiendo en todas partes, en todos los bandos. Allí sí encuentro la confrontación válida, los intercambios de ideas que pueden llevar a algún lado, las discusiones que no terminan con amistades de años sino que las afianzan. Allí sí hay pensamientos que vale la pena examinar, estudiar, comprender. Allí no hay la inmediatez asquerosa y opinante que propician las redes sociales, la contienda radicalizada ante cualquier atisbo de estar en contra de lo que se supone no hay que estar en contra, el desprecio acendrado por todo aquel que piense un milímetro distinto del pensamiento único. Habrá tropiezos, desde luego, habrá equivocaciones (los escritores también somos seres humanos), habrá acciones incluso sospechosas o directamente condenables, pero al menos se puede escuchar un argumento, una idea, una razón, una convicción y no la vaciedad parlanchina habitual.
Entonces, hoy apelaré al lugar más común de todos. En vez de coronar esta catarata de pensamientos con un poema de Miguel Ángel Bustos (pero no dejen de leerlo, aquí y donde lo encuentren, por favor), voy a coronarla con el escritor que para mí representa todo lo que he dicho más arriba. Es claro, es obvio, es él, nada más y nada menos: 

"Imagino también un inventario de las cosas que quiero y las cosas que odio: ya lo dije.
Las cosas que quiero: Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría los títulos brillantes de mañana la alegría de todos la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión en los otros.
Las cosas que odio o que desprecio la traición la estupidez Frondizi la televisión Jacobo los yanquis de la Esso o los ingleses de la Shell porque estos hijos de puta son cuñas del mismo palo Bernardo Neustadt los mercenarios los discursos de los generales las turritas y los pavos de la publicidad oliendo a la colonia que mata los comunistas del partido los falsos profetas de la izquierda acalambrada la camiseta peronista el bigote peronista el odio de los oligarcas la cultura de La Prensa la senilidad de Borges la convicción de Gleizer o de Aizcorbe los que matan a la gente los torturadores los farsantes los radicales del pueblo sobre todo si son jóvenes y una lista inmensa inacabable que se podría tratar de perfeccionar.
¿Qué hago yo con todo eso? Empiezo a juntarlo empiezo a mirarlo empiezo a estudiarlo empiezo a ver si se deja escribir. Y si no se deja mala suerte será como la primera nenita que no se dejó cuando yo tenía ocho años y ella tal vez seis. Porque si no es sobre eso no vale la pena escribir sobre nada."

Rodolfo Walsh, Diario, 14 de marzo de 1972.

23 de marzo de 2014

Alguna vez supe tener un blog

Alguna vez tuve un blog, éste. Alguna vez, escribía todos los días en él. Alguna vez me preocupaba por encontrar cosas interesantes que comentar o sobre las que reflexionar, noche a noche, aquí. Alguna vez, abrí otro blog y otro y otro (búsquenlos, andan aún por allí). Alguna vez, me creí blogger. Hasta me creí crítica teatral y periodista cultural. Todo eso fue hace mucho. 
Pero algo no ha cambiado y es la perpetua inquietud (que quizás otros interpreten como mala onda o mal humor) que siento cuando no escribo. Y hace rato que no escribo. Quizás no tanto como en otras ocasiones, es cierto, pero la inquietud ya me sobrepasa, igual que en el último posteo de este blog que, oh benditos dioses, es del 2011. Tres años sin pisar este barrio, a pesar de tener permanentemente una pestaña abierta en mi navegador que dice "Blogger". ¿Por qué dejé pasar tanto tiempo? No tengo ninguna respuesta. O, más bien, tengo fragmentos, miríadas (sí, amo esta palabra), de respuestas. Una respuesta posible es que Facebook y su omnímodo poder me acaparó, casi totalmente. Otra respuesta es que ventilé asuntos improcedentes aquí en las páginas de la mañana. Otra respuesta, más contundente, es que no tenía ganas y como me dijo un viejo enamorado alguna vez "vos sos gánica". Tal cual. No hago nada si no tengo ganas de hacerlo. Y las respuestas podrían seguir, pero para qué. La principal es que esto siempre estaba aquí, esperándome, y yo nada. Como siempre. En otro lugar, en otra cosa, muy ocupada, muy ida. 
Vuelvo a la inquietud: hace días, hace semanas, hace meses que me corroe la sangre querer escribir y no hacerlo. Nótese que no dije "no poder hacerlo" porque poder, puedo. He aquí la prueba. Pero no lo hacía, ni voy a creer que lo estoy haciendo hasta que no haya varias entradas "2014" aquí. Ni siquiera es que prefería no hacerlo porque, claramente, prefiero mucho más hacerlo. Las temibles fuerzas del inconsciente, sin embargo, estaban/están operando allí, reteniendo, reculando, haciendo retroceder, no fuera a ser cosa que ¡oh, dios mío! esta mujer vaya a ser feliz. Y estando sola. Y cuidándose. ¡Y más linda cada día! ¡Y entrenando! ¡Y haciendo cosas! ¡Y juntándose con... gente! ¡Con otras personas, no ya con las dos o tres de siempre! ¡Y viajando! ¡Y extrañando tanto a su padre pero siguiendo adelante lo mismo! ¡Y ocupándose de lo que se tiene que ocupar! ¡Y trabajando y amando y queriendo y soñando! No, no, no, que ningún dios permita tamaña afrenta jamás. Si es mujer, que se calle. Si es mujer, que se busque un novio (de su edad). Si es mujer, que pida ayuda, que busque protección. Si es mujer, que no salga sola, que no se le ocurra ser sexy ni provocativa. Mucho menos escribir o decir lo que piensa. No, no, no, imposible. Hay que impedir todo eso a como dé lugar. 
Lo que hay que impedir, en realidad, es dejar que esas malditas fuerzas tomen el mando. Eso es, precisamente, lo que estoy intentando hacer hic et nunc con estas reflexiones deshilachadas un domingo a las dos y media de la tarde. Lo que trato de hacer, a los ponchazos, es tratar de recuperar a mi yo escritor y curioso, a mi poeta delicada y visceral; lo que trato de hacer, espasmódicamente, es tratar de recuperar a la curvilínea que cada noche se entusiasmaba frente a la pantalla, encontraba algo que decir y lo decía, o compartía sus duelos, sus quebrantos, sus poemas, sus alegrías, lo que fuera, por aquello de "conectar las esferas" que decía su amado Whitman. Para salir, al fin, de la pantalla y llegar a los otros. Con sus curvas, con sus desvíos.
Bienvenidos, de nuevo.
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