28 de marzo de 2014

Por qué dejé de hacer terapia

Es la semana de los porqués en C&D. No fue a propósito, surgió solo y lo celebro. Está bueno plantearse por qué uno hace o deja de hacer determinadas cosas. Hoy dije, en broma, en un comentario de Facebook que el título de mi próximo posteo iba a ser "Por qué dejé de hacer terapia" y... resultó que no era ninguna broma. 
¿Por qué dejé de hacer terapia, si me ayudó tanto? Precisamente por eso. Porque ya me había ayudado lo suficiente y quizás hasta más de la cuenta. Porque ya no lo necesitaba. Porque todo lo peor ya había pasado. Porque muchas veces, sobre todo a lo último, en vez de ayudarme, me agotaba. Me agobiaba yo solita, semana tras semana, repitiendo siempre las mismas (o muy parecidas) cantinelas, sin activar nada. O activando muy poco. Claro, los cambios se aprecian mucho después. En el mientras tanto todo parece que va igual, que nada cambia, que para qué rayos pago lo que pago cada semana si siempre vengo y repito como un lorito lo mismo. Pero no es lo mismo, se sabe: es un tortuoso camino en espiral en el que se va pasando por los mismos lugares, una y otra vez, pero a distinta distancia. A veces más cerca del precipicio, a veces más lejos, a veces desde arriba, otras desde abajo. Llega un día, no obstante, en que el espiralado paciente dice "basta" y eso fue lo que hice yo.
Imagen: Analía Pinto (2009)
Tuve mi primera sesión en septiembre del 2006. En ese momento, trabajaba y estudiaba (se me había ido a la mierda el mito de "no se puede trabajar y estudiar a la vez", con gran estruendo), pero me sentía horrorosamente mal. Había algo que me perturbaba muchísimo (pero mucho mucho) y era que me sentía invisible. Sí, la mujer invisible. Sentía que nadie me registraba, que el mundo sería exactamente lo mismo si yo no estuviera en él... pero ¿lo sería? Iba por la calle y ni siquiera recibía los consabidos piropos al pasar frente a una obra en construcción. Eso fue alarmante. Algo pasaba, era evidente que algo estaba pasando si ni siquiera recibía la atención de los masculinos de un gremio tan simpático y tan dado a la exaltación de las curvas femeninas. 
Por supuesto que algo pasaba: vivía en el páramo de la depresión.
En aquella primera sesión, me deshice en llanto a los quince minutos de iniciada. No sabía si correspondía o no, si estaba permitido o no, o cuál era el protocolo psi-: yo me largué a llorar porque había encontrado la punta de la madeja que, como una Ariadna descuidada, había enrollado a mi alrededor, al punto de que estaba cada vez más cerca de la asfixia. Pasaron muchas sesiones y el panorama era siempre igual: yo hablaba y mi psicoanalista asentía, me alcanzaba una carilina, decía una frase escueta y nada más. Esto me enojaba a más no poder, pues yo quería respuestas, soluciones (!), pero luego entendí que era parte del proceso. Debieron pasar muchas de esas sesiones en las que seguramente aburrí hasta la naúsea a M. para que un día me dijera: "bueno, ahora ya podemos pasar al diván". Eso significaba que habíamos encontrado los problemas principales y podríamos abocarnos a ellos. Chan.
En el diván pasé entonces casi siete años, en los que pasó de todo: este blog así lo atestigua. Conseguí un trabajo estable, me vine a vivir sola, escribí mi novela, falleció mi papá. En este punto, el más doloroso, dejé de escribir en este blog (y casi en todos los otros). ¿Qué nos dice eso acerca de los deseos no satisfechos y de autoboicotearnos y hacer todo lo posible por no seguir nuestra vocación? podría preguntarme con aires freudianos-lacanianos, pero no lo haré. Fue precisamente porque me cansé de desmenuzar y analizar todas-las-posibles-significaciones-de-todos-los-sucesos (incluso los más anodinos de la existencia) por lo que dejé terapia. Y hubo algo más: cuando el cuerpo se puso en movimiento (ver aquí), la mente mágicamente se aclaró como nunca antes se había aclarado y de pronto pasar cuarenta y cinco minutos recostada en un diván lamentándome porque el protagonista masculino de mi novela autobiográfica no me ama como yo quiero que me ame, por enésima vez, me pareció completamente inútil e inviable. Ya está, me dije. Ya sabemos que eso es así y que aquello otro que también te preocupa tanto es asá y que lo de más allá tampoco va a cambiar, que no te vas a recibir porque lo único que te interesa (¡y no lo hacés!) es escribir, que no querés enseñar en una escuela y por eso das taller, que tales y cuales cosas son así porque vos así lo decidiste y entonces... ¿para qué gastar plata y tiempo en esto? No da.
Y no, no daba. La prueba está en que no pienso ni tengo ganas de volver. La prueba está en que luego de ofuscarme como un personaje de tragedia griega, decidí hacer algo y empecé por retomar este blog, que tantas alegrías me brindó siempre (y me las sigue brindando, a juzgar por los comentarios recibidos esta semana). La prueba está en que sigo entrenando y no pienso parar, porque así la cabeza también sigue clara, más allá de los inevitables nubarrones que cada tanto aparecen. La prueba está en que ante las crisis puedo reaccionar rápidamente y maniobrar sin lastimarme ni lastimar a nadie. La prueba está en que vuelvo al que siempre fue mi lugar en el mundo: la poesía.

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