2 de abril de 2014

Memoria de la inundación

Ante todo, a mí no me pasó nada. Pero quiero igual recordar ese día de hace exactamente un año porque todo cambió a partir de allí, incluso para los que podemos decir que no nos pasó "nada". Con este "nada" quiere decirse nada grave, nada más que el obvio fastidio de estar quizás dos o tres días sin luz y sin agua, nada más que el pataleo caprichosito de "cuándo volverá la luz que se me pudren los yogures en la heladera" y nada más. Recordemos que mucha gente perdió todo, absolutamente todo y lo más lamentable, lo más trágico, lo inaceptable es que en ese "todo" muchos perdieron a sus seres queridos. No hay reparación ni justificación ni comprensión posible para eso: un electrodoméstico arruinado por el agua mugrienta de la inundación se reemplaza, pero ¿un padre, un hijo, un hermano? Por eso quiero recordar hoy, un día que ya es naturalmente de recuerdos y ominosos encima. Como en algún lado he hablado ya del 2 de abril del que siempre se hablaba hasta el año pasado, hoy quiero referirme a la nueva pena que se sumó a aquella a raíz de dos hechos innegables: un suceso climático fuera de toda regla y previsión (porque eso fue la biblíca descarga de agua que vivimos aquella tardenoche) y la más absoluta e imperdonable de las inoperancias y desidia por parte de los funcionarios públicos de todos los estamentos. Por eso fue una tragedia y fue aún más trágica porque pudo evitarse. O, por lo menos, paliarse mejor, más rápidamente, con más tino y premura. No hubo nada de eso.
Recuerdo entonces que ese día, aunque era feriado, me levanté temprano para ir al gimnasio: había densas nubes en el cielo y se notaba ya que vendría una buena tormenta, pero me aventuré lo mismo a la calle, entrené, volví a mi bunker, me bañé, me puse a pelotudear en Facebook... lo usual. A la tarde iríamos con algunos de mis compañeros a Antares; cierta persona (protagonista de cierta novela autobiográfica...) proclamó que vendría a visitarme aunque con el correr de las horas se hacía evidente que no sería una buena idea... ya había empezado a llover en Buenos Aires (donde él estaba) y ya había noticias de zonas anegadas, cuando no francamente inundadas. Como aquí todavía no pasaba nada, me dediqué a leer, creo que una novela de Donald Westlake, y a eso de las cuatro de la tarde comenzó la lluvia. Seguí leyendo y supuse que pararía en un rato. O en una hora. O en dos. Lejos de parar, arreció. Y arreció a tal punto que tuve que bajar la persiana de mi puerta-ventana y era tal el viento y la fuerza con que soplaba que se apagó el calefón (la llama del piloto siempre me obsesiona, como vestal que soy) y entraba agua por el ventanuco de la cocina y se oía el ulular de las ráfagas por todo el edificio y el ruido de la lluvia cayendo como jamás era ensordecedor... ¿ya dije que nunca me gustó la lluvia ni mucho menos las tormentas? Decidí tomármelo con calma pero cuando se cortó la luz (¡maldición!) y no había ni un atisbo de que el diluvio (pues eso era) fuera a parar cuando ya habían pasado el rato, la hora, las dos horas que yo supuse que duraría, empecé a inquietarme más de la cuenta... aún así me las arreglé para seguir leyendo a Westlake hasta que cuando amainó un poco (pero no mucho) otro desastre, del que pocos se acuerdan y que estuvo siempre ahí, pero soterrado, silenciado, escondido, ocurrió: levanté la persiana porque notaba algo raro, algo como un resplandor naranja en dirección a la destilería de YPF. Algo había estallado allí. La sempiterna llama de la destilería, en cuya línea recta vivo, hacía rato que había desaparecido entre las nubes y el agua; ahora ya era de noche (¿las diez, las once? no sé) y entre densos nubarrones negros había resplandores de un naranja espectral y sombrío. Saqué algunas fotos, como pude, volví a bajar la persiana e intenté dormir.

Imagen: Analía Pinto (2013)

Al día siguiente, ignorando completamente lo que había sucedido en la ciudad, me levanté y sin poder lavarme ni tan siquiera la cara o las manos (pues no había agua ni luz) fui a trabajar, en la más absoluta inconsciencia, lo reconozco. Llegué y estaba uno solo de mis compañeros, sacándole agua al escáner DAL que usamos para digitalizar libros antiguos. Auch. Una de las computadoras también se había mojado y parte del techo se había venido abajo (sobre el escáner). Seguía denso y nublado. Fueron llegando otros compañeros, todos demudados, sin saber qué hacer ni qué decir. Luz no había, red mucho menos, así que limpiamos un poco y nos fuimos, ¿qué íbamos a hacer ahí? Ya nos habíamos enterado que dos de nuestros compañeros se habían inundado: más de 50 cm. uno, un metro y pico largo otro. Recién entonces caí en la cuenta de que había sido algo tremendo y comprendí porqué me llegaban tantos mensajes preguntándome si estaba bien, sobre todo de personas que no viven en La Plata. 
Finalmente, después de un par de días sobreviviendo sin agua y sin luz, éstas volvieron, tiré los yogures podridos y ni bien pude conectarme a Internet vi que todo era mucho peor, muchísimo peor de lo que yo pensaba. Y lo peor era, es, insisto, la desidia de los funcionarios, el destiempo, la total falta de operancia y eficacia, la indiferencia, el engaño, el horror de no hacerse cargo de lo que deben hacerse cargo, de querer esconder algo imposible de esconder... y el desprecio por la vida, ante todo. Tener que soportar que un intendente te diga, después de semejante desastre, qué cosas debés poner en una mochila ante un próximo diluvio, cuando todavía se estaban secando los colchones y muchas personas aún no encontraban a sus seres queridos, es francamente indignante. Y que nunca se haya admitido nada, que nunca se haya dicho "bueno, sí, la verdad no estábamos preparados para esto y no supimos reaccionar" indigna aún más. Lo que no indigna, eso sí, lo que enorgullece, lo que fortalece y brinda todavía una luz de esperanza es la gente. La gente que, como pudo, como le salió, se organizó y ayudó al prójimo, ese elusivo ser que nunca sabemos muy bien cómo es y que siempre tendemos a obviar, cuando no a ignorar o directamente a destruir, como viene sucediendo últimamente. 
Eso fue solidaridad auténtica. Todo lo demás, argucias electorales, mierda politiquera, basura de la peor especie. 


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