Desde luego que esta serie de posteos sobre las bibliotecas, originada en este maravilloso sitio, no pretende ser exhaustiva ni nada por el estilo, por lo que después de hoy habrá sólo dos posteos más con lo que serán dos obras emblemáticas en lo que a bibliotecas se trata. Un leyente de estos desvíos me sugiere en los comentarios (¡gracias, Cristian!) un libro de Alberto Manguel que no tengo pero que procuraré conseguir, donde sospecho que han de estar citados muchos de los autores que fui desgranando aquí y probablemente la novela, paradigmática si la hay, cuyo fragmento traje hoy.
Fragmento del que me acordé cuando ya estaba cerrando el posteo anterior a éste. Vino a mí la imagen de uno de los personajes más enigmáticos con los que yo me haya topado dentro de las tapas de un libro... No sólo enigmático sino también tan parecido a mí, en algunas cosas, en algunos momentos, que la primera vez que leí lo que ahora copiaré juro que me asusté. Aunque luego me alegré de pertenecer a la estirpe de los autodidactos, je je...
"He dejado Eugenia Grandet. Me he puesto a trabajar, pero sin entusiasmo. El Autodidacto, que me ve escribir, me observa con respetuosa concuspicencia. De vez en cuando levanto un poco la cabeza, veo el inmenso cuello postizo, recio, de donde sale su pescuezo de gallina. Lleva un traje raído pero la camisa de una blancura deslumbradora. Acaba de sacar del mismo estante otro libro cuyo título descifro al revés: La flecha de Caudebec, crónica normanda de Mlle. Julie Lavergne. Las lecturas del Autodidacto siempre me desconciertan.
De pronto me vuelven a la memoria los nombres de los últimos autores cuyas obras ha consultado: Lambert, Langlois, Larbalétrier, Lastev, Lavergne. Me iluminé; comprendo el método del Autodidacto: se instruye por orden alfabético.
Lo contemplo con una especie de admiración. ¡Qué voluntad necesita para realizar lenta, obstinadamente, un plan de tan vasta envergadura! Un día, hace siete años (me ha dicho que estudia desde hace siete años), entró con gran pompa en esta sala. Recorrió con la mirada los innumerables libros que tapizan las paredes y debió decirse, poco más o menos como Rastignac: "Manos a la obra. Ciencia humana." Después tomó el primer tomo del estante del primer extremo derecho; lo abrió en la primera página con un sentimiento de respeto y espanto unido a una decisión inquebrantable. Hoy está en la L. K después de J, L después de K. Pasó brutalmente del estudio de los coleópteros al de la teoría de los cuanta, de una obra sobre Tamerlán a un panfleto católico sobre el darvinismo, sin desconcertarse ni un instante. Lo leyó todo; ha almacenado en su cabeza la mitad de lo que sabe sobre la partenogénesis, la mitad de los argumentos contra la vivisección. Detrás, delante de él, hay un universo. Y se acerca el día en que se dirá, cerrando el último volumen del último estante del extremo izquierdo: "¿Y ahora?"
Jean-Paul Sartre, La náusea.
1 comentario:
Hola Analía,
Esos lugares, con sus paredes de libros y sus techos infinitos, son para perderse en ellos
Gracias por citar mi comentario.
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