8 de junio de 2010

La curva melancólica (o reivindicación de los estados de ánimo políticamente incorrectos)

Días pasados, en el taller de escritura creativa al que asisto, se suscitó una breve discusión acerca de las sutiles o gigantescas diferencias entre las palabras "melancolía" y "nostalgia". Tal como yo sostenía en esa ocasión, la melancolía es una tristeza vaga e indefinida, en general de origen desconocido o suscitada por cosas con las cuales, en apariencia, no tiene relación alguna. Para mí, por ejemplo, un crepúsculo puede ser un punto de partida para la melancolía. No así para la nostalgia, que se trata, básicamente de la añoranza por algo perdido (sea esto un ser amado o un objeto). Para corroborar mis impresiones, acudí a uno de mis amigos más fieles, el diccionario, quien, casi siempre, termina dándome la razón.
En efecto, la melancolía es una "tristeza vaga, profunda, sosegada y permanente, nacida de causas físicas o morales, que hace que no encuentre quien la padece gusto ni diversión en nada", mientras que la nostalgia hace referencia tanto a la "pena de verse ausente de la patria o de los deudos o amigos" (puesto que viene del griego "nostoi", el regreso) como a la "tristeza melancólica originada por el recuerdo de una dicha perdida" que es, sin duda alguna, la que aflora en nuestro tango.
Todo esto viene porque he estado meditando acerca de estos estados del alma humana y me he percatado de que no soy ajena a la melancolía. No soy una extraña para ella ni ella lo es para mí. Y quiero hoy día, en este sencillo acto, reivindicar este sentimiento tan políticamente incorrecto, tan perturbador, tan desestabilizador que es inmediatamente tachado de matices negativos y es rápidamente enviado al diván del psicoanalista, cuando no al paraíso artificial del Prozac. ¿Por qué esta "necesidad" de extinguir un estado posible del alma humana? ¿Un estado que no le hace daño a nadie? Corrijo: que no le hace daño a quien la padece, en principio, pero sí a todos los demás engranajes que se agitan alrededor de él, principalmente aquellos que mueven las pesadas ruedas del capitalismo. ¿Por qué debemos estar siempre alegres y retozones, por qué no podemos ser dueños ni de nuestras más ínsitas tristezas? 
Tristezas vagas, errabundas, de flannêur decimonónico que saca a pasear sus miedos y sus desajustes por la gran ciudad o por los aturdidos campos; tristezas de mujer sola, malquerida, malacompañada, peor atendida, pero entera, cabal, suficiente; tristezas de los solitarios que se deslizan siempre furtivos, siempre atentos a algo que está más allá y que suele ser más interesante que lo que está más acá. Tristezas de estación de tren, de ómnibus de larga distancia, de ausencias y partidas, de boletos de ida que nunca volverán, de golondrinas que tampoco, de veranos que ya se hicieron ceniza. ¿Por qué íbamos a saber siempre qué hacer con nuestras vidas, por qué íbamos a saber siempre qué camino tomar, qué decisión acatar, qué pasión solventar? ¿Por qué no podemos tener momentos de vacilación, de extrañamiento, de ensimismamiento, de disgusto con uno mismo incluso? ¿Siempre tenemos que gustarnos y gustarles a todos? ¿Siempre tenemos que estar sonrientes? ¿Nunca podemos bajar los brazos, decir que ya no queremos más aunque no sepamos qué es lo que no queremos más?
Reivindico pues a la melancolía, a esa bilis negra que a veces nos aflora por los poros ultrasensibles y que no es digna de ser mirada ni con repulsión ni con condescendencia. La melancolía puede ser el punto de partida para el arte, para una reflexión más honda que la chata cotidianeidad que nos ahoga con sus espejeantes toxinas. La melancolía es un derecho que debemos ejercer en toda su plenitud sin que nadie se espante ni nos mande ipso facto al loquero. La melancolía no es censurable, no es repudiable: es ese momento en que el alma se interroga a sí misma, se cuestiona en su aparente vaciedad, se lubrica de sí misma para luego seguir funcionando en el caos salvaje que grita ahí afuera. 
La melancolía es una maravillosa incorrección política que todo artista debe permitirse de tanto en tanto. La alegría no fecunda, como ya dijera William Blake, sino el dolor. 

Más sobre la melancolía: 

- Wikipedia (bajo el rótulo "historia de la depresión")

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