16 de mayo de 2014

Un capuchino y una novela: el diagnóstico

Hoy me senté a tomar un café con mi novela autobiográfica. Bueno, en realidad yo me tomé un capuchino y ella se dejó auscultar sin demasiados problemas por mi estetoscopio literario. Diagnóstico: padece de irrecuperable autorreferencialidad, de excesivo énfasis (según la opinión de otro acreditado profesional) y del maligno síndrome del sobreentendido. También adolece de demasiadas iniciales y de un inexcusable anacronismo en su personaje principal. ¿Qué terapéutica habremos de aplicar, suponiendo que tenga salvación? Tiene salvación, creo, pero habrá que hacer una reconstrucción radical, diría total, lo que traducido en términos literarios quiere que decir que no bastará con seguir depurando o corrigiendo sino que habrá que volver a escribir, lisa y llanamente. 
Y está bien.
Ésta es la segunda encarnación de mi novelín novelón, a cuyo protagonista masculino uds. conocen muy bien. En la primera, los problemas eran más graves, pero con sucesivas terapias de shock y numerosas cirugías reconstructivas pareció que había quedado relativamente bien (todo es relativo en la escritura, ya se sabe). Sin embargo, después de que la viera otro especialista y tras haber transcurrido ya por lo menos dos años desde la última vez que metí las pinzas en ella, es evidente que no ha sido suficiente. Podría ser no sólo mucho mejor sino más interesante. Podría ser otra cosa, podría abarcar otros temas conexos que en estas primeras versiones se soslayaron porque eran excesivamente espinosos o dolorosos para quien la escribe. Podría ser diferente, sin perder cierta esencia que me empeño en que mantenga (la autorreferencialidad, el anacronismo del personaje principal, una dosis bastante elevada de énfasis que hace buen juego con ese anacronismo más otra dosis también elevada de ironía que idem). Podría ser realmente una novela, más allá del rasgo autorreferencial tan mentado, si le hiciera caso a los especialistas que la trataron en primera y segunda instancia. 
Los especialistas tenían y tienen razón en muchas cosas: el tono de "informador social" en que caí reiteradas veces es, en efecto, execrable; el tono excesivamente explicativo, en consonancia con lo anterior, es igualmente horrendo (y yo soy la primera en decirles a mis alumnos que una cosa es el lenguaje informativo y otra el expresivo y que debemos focalizarnos siempre en éste último, ay...); la arrogancia que mostraba la narradora respecto a sí misma en muchos pasajes era del todo deplorable, así como las reflexiones "perogrullescas" que salpicaban todo el texto; es lamentable el abuso de adverbios terminados en "-mente" (¡y juro que le pasé el tetra, como nos enseña el maestro di Marco!); está bien que trata de una obsesión/adicción pero no se debe, bajo ninguna circunstancia, aburrir, aturdir o agotar al lector; es muy cierto, por otra parte, que le faltan diálogos, descripciones, ambientación, en suma, todo lo que hace a la representación del mundo a través de la palabra; también le falta sexo (no pornografía sino erotismo; no aburridas y mecánicas descripciones de coyundas sino deliciosos preliminares, encuentros fallidos por diversos motivos, enredos, todo lo que hace al sexo verdaderamente picante); también es necesario fantasear/ficcionalizar un poco más (bastante más, incluso).
Ahora, en lo que no pienso transigir en modo alguno (¡guarda que salió la taurina acá!) es en las constantes referencias literarias (creo que hasta pondré más), lo mismo que las mitológicas (prometo dar un poco más de contexto, eso sí), y en el énfasis desmedido, hiperbólico y asfixiante con que la protagonista se expresa cuando habla de su amadodiado (acabo de decidir que este término será incorporado a la novela). Eso es parte constitutiva de su ser (de mi ser... auch) y no lo negociaré jamás. Sí estoy de acuerdo en administrar esa hiperbolia de modo que se logre el efecto deseado (dar cuenta de la obsesión/adicción) sin enloquecer ni saturar al lector (puede que algunos lectores se saturen, lo sé). 
Debo decir que fue muy lindo alejarme de mi hogar con la novela en el bolso, sentarme en un hermoso café (Big Sur) y ponerme a mirar atentamente este manojo de hojas/sentimientos/palabras/deseos/pasiones/encuentros y desencuentros, y decidir ponerme a trabajar en él otra vez. En serio. Hasta que quede sublime... o lo más sublime que pueda.
Última cuestión: no pienso, tampoco, cambiar el título. Que se joda Saer (quien, de todos modos, le robó su Nadie nada nunca a Antonio Machado). 

Imagen: Analía Pinto (2014)

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