Lo traté como a un amante. Y él me trató igual, o quizá incluso mejor, ya que no me dijo las mentiras usuales que los amantes suelen decirse en los momentos de mayor zozobra y desesperación. Se limitó a estar en el mismo lugar donde lo había dejado cuatro años atrás, con vanas promesas de pronto reencuentro. Se limitó a ser él mismo (pero nunca el mismo). Se limitó a envolverme con su sapiencia, a lamer mis pies con la docilidad indócil que lo caracteriza. Se limitó a ir y venir, una y otra vez, miles de veces cada vez, distinto, hermoso, inigualable cada vez (acaso como el otro "él").
El reencuentro no careció de lágrimas y de la sorda emoción que nubla la vista, anega los oídos y paraliza, por trechos, el corazón. No hubo abrazo, no hacía falta. Una mirada bastó para saber que ambos estábamos allí, de nuevo, los mismos (pero otros) amándonos como antaño. El reencuentro fue breve pero intenso y nada pudo empañarlo: ni siquiera el viento, la lluvia ni la terrible tempestad que se libraba entre densos cúmulos arriba de nuestras cabezas. Nada ni nadie podía impedirme ya estar allí presente, así se viniera el mundo abajo en ese instante. Era una cita largamente esperada, acaso la más esperada de todas. Sí, de todas.
Después, cada vez que me fue posible, me escurrí entre la gente, la arena y las gaviotas hasta su orilla. Y caminé. Caminé como si nunca hubiera hecho otra cosa. Caminé de mañana, de tarde y de noche también. Fui a visitarlo en una fugaz corrida, porque necesitaba imperiosamente volver a verlo, a pesar de que había merendado no hacía mucho en la arena fría del atardecer y había hollado con mis plantas la ribera casi todo el día. Necesitaba sentir su olor de nuevo, volver a sentir la piel impregnada de su salinidad, escuchar su voz, sus rugidos, sus bufidos, los sonidos más maravillosos que existir puedan (incluso después de los del otro "él") sobre la Tierra que en vano intenta constreñirlo.
Pero nada dura para siempre. Y en apenas dos días me tuve que ir, con la enorme congoja de dejarlo otra vez allí. Congoja enorme, sí, incluso sabiendo que él sigue allí y que allí estará cada vez que yo vaya, que yo pueda ir, como fui, al fin, esta vez. No hubo despedidas ni promesas. Tan sólo una frase: "volveré lo más pronto que pueda". Y así es (así será). Lo más pronto que pueda volveré para que sus dedos tibios (más tibios que los del otro "él") me digan lo que nadie más puede decirme, para que su espuma me devuelva a la divina naturaleza de Afrodita (de la que todas las mujeres provenimos), para que Iemanjá me traiga lo que le pedí, para que su sabor se impregne de nuevo en mí, para que su constante ondear sea la única nana que necesite para estar en paz, feliz, plena, al fin.
Lo traté como a un amante. Y él me trató como tal: me sedujo, me cautivó, me elevó a los cielos más verdes y azules que hallarse pueda. Me regaló la música que jamás me regaló el otro "él", me dio todos los nombres de mi esencia, me encantó como las sirenas hubieran querido encantarlo a Ulises, me bañó en la linfa primigenia. Más todavía: el mar, que de él hablo, me demostró que Dios existe. Y si no me creen, a las pruebas me remito:
Santa Teresita, 30/01/09
Santa Teresita, 31/01/09
Santa Teresita, 01/02/09
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