11 de marzo de 2009

Castillo, un grande

Ayer pasé una tarde espléndida.
Hace poco cambié ligeramente mis horarios de trabajo y esto me permite asistir a eventos a los que antes, por cuestiones horarias y geográficas, me era imposible asistir. De este modo, los martes se han convertido (o es mi deseo que se conviertan) en mis días "para mí". Tengo ya un día de esos a la semana, aunque más adecuado sería llamarlo un día "para mi escritura", que es el sábado, día al que asisto religiosamente (y el adverbio no es exagerado ni irónico) al taller de mi maestro Marcelo di Marco.
A partir de mis nuevos horarios platenses, entonces, el martes es el día "para mí", día en el que indistintamente puedo ir a un evento como el que fui ayer o hacer cualquier otra cosa que me apetezca (verbo castizo que nosotros no solemos usar, pero que uds. me dispensarán, porque me gusta mucho) mientras la haga conmigo misma. ¡Oh, supremo egoísmo! ¡Sublime, magnífico egoísmo! Sí, soy una defensora del egoísmo, del egoísmo bien entendido, aquel que susurra que este ratito es sólo para nosotros, que este blog puede contener lo que se nos cante, que está bien malcriarnos y comprarnos varios juegos de lápices para pintar nuestros mandalas, que está perfecto comprarse ropa, no necesariamente de marca, pero sí linda y vistosa, y que está aún más perfecto perderse toda una tarde en Palermo Hollywood para ir a ver a un grande, como Abelardo Castillo.
La cita era en esa hermosa librería poéticamente llamada "Eterna Cadencia" (Honduras y Fitz Roy, para los que aún no la conocen). Ahora canchereo, pero hasta hace veinticuatro horas yo tampoco la conocía. La conocía sólo de nombre, y siempre había querido ir, pero nunca se presentaba la oportunidad y... ayer se presentó, gracias al ciclo "Los martes de Eterna Cadencia", ciclo en el que irán aconteciendo charlas y encuentros diversos según pude vislumbrar ¿de aquí a fin de año? Ojalá. Se me hace que los martes es un día ideal para este tipo de eventos: la locura porteña está bastante atenuada (bueno, es un decir... o una expresión de deseos); la mala onda del lunes ya está ausente, porque es martes; todavía se tiene la cabeza bastante despejada, puesto que aún no promedia la semana... En fin, ideal decía y así lo creo, porque ayer lo comprobé con creces.
Salí, rauda, de mi trabajo en La Plata y me trepé a uno de esos largos y blancos, decorados con una poética rosa en sus costados, micros que van de la ciudad de las diagonales a la ciudad de la furia por la autopista... Y en menos de una hora o casi ya me encontraba adosada al asfalto porteño. Ayer hizo un día espléndido (qué bueno recordarlo, porque la lluvia que viene cayendo desde esta madrugada ya me tiene los pelos de punta -y totalmente frizzados, lo que es aún peor!- y no veo la hora de que pare al fin) y estaba ideal para caminar, para pasear, para mirar vidrieras... Me bajé en Plaza de Mayo y allí descendí hasta las catacumbas del subte, de las que emergí en otra plaza, Plaza Italia, la misma en la que emerjo cada sábado cuando voy al "yerta".
Una vez allí, consulté mi maravillosa guía T (debería llamarse "Acme"), chequeé nuevamente la dirección de Eterna Cadencia, y caminando muy contenta, bajo las hojas todavía verdes de los árboles palermitanos y mecida por el solcito todavía fuerte de estos días de marzo, me encaminé hacia mi destino. Llegué y cometí el error de no entrar inmediatamente a Eterna Cadencia, acaso por timidez, por pajueranismo o no sé qué rayos, pero siendo las 18:30 y sabiendo que Castillo iba a convocar a una linda porción de gente, debería haber entrado y punto (el evento empezaba a las 19). Pero no. Seguí caminando un poco más por esa parte del barrio que no conocía y me senté en un bar, en una mesa a la calle, donde me comí una linda porción de cheese-cake mientras me asombraba de lo fácil que es pasarla bien con uno mismo, sin necesitar a nada ni a nadie más...
Cinco minutos antes de las siete hice mi entrada en la librería. Quedé subyugada por los techos de oscura madera, por la terraza (aunque apenas la entreví), por las estanterías hasta el techo llenas de libros, por las mesas llenas de ídem, y quedé también apenada por las mesitas del barcito a las que ni siquiera pude acercarme porque ya estaban, desde luego, ocupadas y recontraocupadas. En un lugar destacado, una mesa más grande, dos micrófonos dispuestos, copas y una máquina de escribir Olivetti (una obviedad, pero efectiva). Rápidamente deduje que allí se sentaría Castillo y quien conduciría la charla y procuré apostarme lo más cerca posible, pero las entradas al bar-patio de la librería también estaban ya copadas por otras tantas personas. De cualquier modo, logré quedarme en la que más cerca estaba de esa mesa y así lo vi llegar a Castillo y pasar por allí mismo junto con su mujer (Sylvia Iparraguirre) y con el presentador y con quienes parecían los dueños de la librería y demás.
A diferencia de otras ocasiones, no saqué fotos. No las saqué por la sencilla razón de que mi telefonito estaba con muy poca batería y hubiera bastado sacar un par de fotos para terminar de agotarla. Pero no hizo falta tampoco, porque había allí un presto fotográfo que hizo lo que debía hacer (aunque le sonó el celular en medio de la charla, ay!) y aquí se puede ver el resultado.
La charla fue breve y quien la conducía fue, literalmente, sopapeado por Castillo (quien, para más datos, fue boxeador en su juventud) desde el comienzo. No sé cómo se llama este muchacho pero es quien firma el post ya linkeado y me pareció que no solamente fue ganado por los nervios sino que también fue ganado por la desinformación. O, por lo menos, por una fuente de información poco fidedigna. Las tres primeras preguntas que le hizo a Castillo contenían información errónea, por lo que la primera palabra con que Castillo las respondió fue "no". El resto de las preguntas seguían más o menos en la misma tónica, entre la información "espúrea", por así decirlo, y la obviedad más flagrante.
Ya sé, ya sé: no es fácil pensar preguntas interesantes para hacerle a un escritor, sobre todo a alguien que uno admira mucho. El propio Castillo dijo que tal vez sea mejor no conocer nunca a los escritores y limitarnos a leerlos y disfrutarlos en sus libros, que es lo que realmente hay que hacer. Aún así, ya que se tenía la oportunidad de dialogar abiertamente con uno de los últimos grandes de nuestra literatura, no hubiera estado mal romperse un poquito el coco y preguntarle algo más interesante...? más profundo...? más relacionado con el quehacer intrínseco del escritor...? No sé, algo menos previsible, en todo caso.
Escucho una vocecita maligna que me dice: "y vos qué tanto hablás, ¿qué le hubieras preguntado?" No conforme con ese dardo, la vocecita sigue: "y ya que tanto hablás de preguntas interesantes, ¿por qué no le preguntaste algo cuando se abrió el diálogo al público?" Ay, uy. ¡Estas voces que uno tiene en la cabeza suelen meter siempre el dedo en la llaga, caramba! No sé qué le hubiera preguntado, pero si hubiera tenido tiempo de preparar un poquito las cosas le hubiera dicho, al menos, que la sección "Irreverencias" de su libro Ser escritor (reseñado aquí) me pareció una de las mejores de todo el libro, sobre todo por su carácter desacralizador.
La literatura argentina tiene (o tenía, habría que ver) la horrenda manía de la sacralización, de la casi necrofilia con sus ilustres mamotretos y son muy pocos los autores que se atreven a decir cosas como las que Castillo asevera allí. Tendemos siempre al panegírico, al amiguismo, a hablar mal sólo de los enemigos acérrimos, pero nunca a decir verdades irrefutables como que Mallea o Gálvez son infumables, o que a Echeverría debería considerárselo el fundador de nuestra literatura o que nada iguala la salvaje potencia de Sarmiento (más allá de que se esté de acuerdo o no con sus ideales), etc. Algo de eso le hubiera dicho, seguramente, si hubiera tenido tiempo de prepararlo un poco. Y le hubiera preguntado, tal vez, cuál era su método de corrección, o qué diferencia veía él entre la corrección y la reescritura, porque me consta, por mi maestro, que para Castillo una cosa es corregir y otra reescribir.
Y ahora me pregunto, como una boba, por qué catzo no le pregunté eso ayer, ya que al final casi nadie se atrevió a preguntar nada y lo más jugoso estuvo, como siempre suele suceder, en el después, con el grueso de la gente ya ida, en una charla más íntima y suelta, que yo me perdí también, revoloteando como una luciérnaga entre las estanterías abarrotadas de Eterna Cadencia, lectora y bibliomána sin remedio al fin.

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