17 de agosto de 2009

La curva del desengaño

Después de la muerte, ¿existe algo más triste que un desengaño amoroso? No me refiero a la infidelidad, me refiero a ese momento en el que el que ama, deja de amar. ¿Por qué deja de amar? Porque ya no puede seguir sosteniendo la ficción que él mismo se había construido a partir de una persona real de carne y hueso, a la que -sin su consentimiento- ha investido con las maravillas más magníficas de la creación, téngalas esta persona o no. No importa.
El que ama se contenta con contemplar su propia creación, su espejo, su laguna de plateado narcisismo. El que ama no necesita nada, en realidad. Le basta una palabra, una mirada, un gesto nimio e imperceptible para vivir en extásis durante semanas, meses y hasta años. ¡Cuánto no habrán de durarle un beso, un abrazo, toda una noche de maravilloso amor del bueno! Pero un día todo eso se acaba. Un día no hay palabra, gesto, beso o recuerdo que alcance para llegar al nirvana. Un día todo se termina. Generalmente esto sucede cuando uno ya se ha separado hace mucho de la persona amada. Cuando ya no lo ve ni lo siente ni lo huele más. Cuando deja de formar parte de la realidad cotidiana, del tedio urbano, de la misma mierda que día tras día intenta sumergirnos en su oscuro lodo. Y así, cuando de pronto volvemos a ver al otrora ser amado, el desengaño sobrevuela rasante y triunfa. Ya no hay maravillas. Ya no hay magia. Ya no hay nada.
Eso es lo que me ha sucedido ayer, exactamente two years later de esa dolorosa pero necesaria separación. Dos años después de no verlo más que en esas dos fugaces oportunidades, ya reseñadas aquí, dos años después de no saber casi nada de él, dos años después de aburrir a muchas personas con mi historia, con nuestra historia, con nuestras idas y venidas, dos años después de penar, sufrir, esperar, suponer, ansiar, anhelar pero nunca accionar porque sabía que no debía hacerlo, se produjo el ansiado, temido, postergado reencuentro.
¿Y te arrepentís?, me pregunta alguna parte de mi ser. No, no me arrepiento, nunca me arrepentí de nada, no creo en el arrepentimiento. Pero no te hizo bien, estás muy triste, por lo que veo, sigue esa u otra parte de mí. Pero tampoco me hizo mal, porque lo que no me mata, etc. A decir verdad, me hizo un favor, igual que hace dos años. Sólo viéndolo por mí misma iba a ser capaz de dar los pasos decisivos para ir hacia mi propio encuentro. Sólo experimentándolo iba a poder pararme sobre mis propios dos pies sin tambalearme ahora que realmente empieza lo bueno. Pero lo amás, continúa esa vocecita que nunca se calla. Por supuesto, pero eso no tiene la menor importancia. Amo algo que ya no existe, amo todo lo que puse yo allí, amo lo que le di, lo poco que me dio, amo lo que tuvimos y ya no volveremos a tener jamás, por supuesto.
¿Cómo no amarlo?, grita el idiota de mi corazón. Pero eso ya no hace ninguna diferencia, ya ni siquiera tiene importancia. No creo que se deje de amar a nadie nunca, a nadie a quien realmente se haya amado, desde luego, a alguien que se haya amado con las tripas, con las entrañas, con el vientre mismo del alma y del cuerpo no creo que se lo pueda dejar de amar jamás, a alguien con quien uno conoció la pasión, o, al menos, una versión de ella, no creo que haya fuerza humana posible capaz de extinguir ese fuego... desde luego. Pero, reitero, no importa. Ya no importa. Y no importa porque el que ama ha dejado de fascinarse al fin. No encontrando todo aquello que antes había cultivado con tanta dedicación y esmero, viendo al fin, y quizá por primera vez, a la persona tal cual, sin nuestros aditamentos, la ficción cae, la fascinación se desploma y todo el ser queda profundamente conmovido, desguarnecido, más desnudo y vulnerable que nunca y, a la vez, vaya paradoja, más fuerte y potente que nunca, más maduro e implacable, más humano, más uno mismo que nunca.
Y en un momento así, un solo libro viene a mi mente y aquí dejo algunas citas. Se trata de Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes. Cuando la tristeza pase (será pronto) este blog retomará su ritmo habitual y mi vida también:

Saber que se escribe para el otro, saber que esas cosas que voy a escribir no me harán jamás amar por quien amo, saber que la escritura no compensa nada, no sublima nada, que es precisamente ahí donde no estás: tal es el comienzo de la escritura.

Han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes (y tal vez muchas búsquedas), para que encuentre la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo.

Sea lo que fuere del objeto amado, que desaparezca o pase a la región Amistad, de todas maneras, no lo veo desvanecerse: el amor que ha terminado se aleja hacia otro mundo a la manera de un navío espacial que cese de parpadear: el ser amado resonaba como un clamor y helo aquí de golpe apagado (el otro no desaparece jamás cuándo y cómo se lo espera).

El lenguaje es una piel: yo froto mi lenguaje contra el otro. Es como si tuviera palabras a guisa de dedos, o dedos en la punta de mis palabras. Mi lenguaje tiembla de deseo.

No se puede regalar lenguaje (¿cómo hacerlo pasar de una mano a otra?), pero se lo puede dedicar —puesto que el otro es un pequeño dios.

para C. A. H., por última vez.

1 comentario:

Karina Sacerdote dijo...

Compi!!! Por supuesto que pasará la tristeza, no lo dudás vos y no lo duda nadie. Catartizarte así es un paso más hacia el fin del dolor, hacia el comienzo de algo nuevo y único y por supuesto, mejor.
Te quiero con el alma
K

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