26 de febrero de 2015

La génesis de una novela aún no terminada

Es de rigor aclarar que escribo esto más para mí que para los amables lectores, por lo que están dispensados de retirarse ahora mismo de este post, sin perjuicio alguno. Sin embargo, si alguien quiere saber cómo se gesta, cómo se escribe, cómo se vive una novela desde adentro, tal vez le interese quedarse y leer un poco. Desde luego, escribo todo esto acá porque tal vez, quizás, acaso, quién sabe, también termine utilizándolo para la novela, a su debido momento. 
La intención de este posteo es ordenar un poco el caos que es el cosmos en el cual se mueve todo escritor. Hay ideas que bullen y nunca se llevan a cabo. Hay ideas que surgen de golpe y en menos tiempo del que se necesita para enunciarlas ya fueron ejecutadas. Hay ideas que dan vueltas y vueltas y nunca cristalizan, quedan en esa eterna suspensión de lo no dicho o insinuado. Y hay ideas que nacen junto con la experiencia, con el pathos por el cual se está transcurriendo y se llevan a cabo no una ni dos sino varias veces, sin que su autor esté nunca satisfecho. Eso es lo que pasa con mi novela. 
Su primera versión o, por mejor decir, la protoversión de todo esto, nació hace 20 años al igual que la historia de la que trata de ser vehículo. 20 años atrás conocí al depredador, al músico lisérgico y fantasmal, al hombre fauno, al que me miraba con el catalejo de su invención y otros tantos apelativos que fueron jalonando mi poesía (y la propia novela) en todo este tiempo. Aquella tímida, insulsa e inoperante protoversión no era más que una apenas disimulada ficcionalización de lo que estaba viviendo entonces, llámese el deslumbramiento (y la decepción) más grande. Su título probable era Cebolla y ají y no pasó de unas dos o tres páginas escritas a mano con lapicera-fuente y tinta negra (he sido siempre una fetichista de la escritura). Era obvio que esa protoversión no iba a prosperar: no sólo los acontecimientos que narraba estaban sucediendo al tiempo que se escribían sino que su autora, vale decir, aquella yo de entonces, tenía apenas 20 años y muy poca idea acerca de cómo escribir nada, mucho menos una novela. No obstante, lo intentaba.
El tiempo pasó. Mi camino y el de mi depredador se bifurcaron y luego de algunos años de atisbarnos en las sombras, nuestros caminos se intersectaron de tal modo que ya nunca (o eso creía yo entonces) habrían de separarse. Se sucedieron escenas memorables, dignas de una película de Almodóvar, como siempre digo, y seis años después de aquel primer tímido intento sobrevino el segundo. Las cosas eran distintas ahora: lo que antes había sido sólo un anhelo, una fantasía, una fábula de mi imaginación inquieta basada en dos o tres signos equívocos ahora era una vibrante realidad (y resultaba que nunca había sido sólo producto de mi imaginación y que los signos equívocos eran bien elocuentes y yo los había decodificado correctamente). No sólo eso, el depredador y yo ya nos habíamos conocido carnalmente y seguiríamos haciéndolo durante tantísimo tiempo. 
Más aún, fue la lectura de una novela maravillosa, Nubosidad variable, la que me empujó a reintentar la empresa de escribir la novela de mis días o, parafraseando a Philip Roth, a escribir la novela de "mi vida como mujer". Animada por esa y otras tantas novelas amadas (como Miedo a volar de Erica Jong), aplomada en mi escritura por el paso de los años, la práctica asidua y mi paso por la universidad, me largué a escribir con todo y a punto tal que aparecieron personajes realmente ficticios, no basados en la trastornante carne de mi músico favorito, sino basados en la más pura nada de dónde salen todas las ficciones (esa nada que está hecha, desde luego, de vastas series culturales, lecturas, influencias, determinaciones, y nuestra propia psique). Los personajes ficticios de aquel nuevo intento, titulado Lía Daussen desaparece, cobraron vida y exigieron más protagonismo. La historia principal, la que yo tanto quería contar, la de ser la otra, la amante del marido de mi ex mejor amiga, seguía escurriéndoseme, negándoseme. No había caso, terminaba siempre tomando otros derroteros. Pero al menos comprendí que, si quería, podía crear personajes ficticios verosímiles y hacer algo con ellos.
El tiempo volvió a pasar y la idea de la novela nunca cejaba. Estaba siempre presente en algún cuarto de mi cabeza y mientras yo escribía cientos de poemas, relatos eróticos, editoriales, críticas teatrales, trabajos para la facultad, ejercicios narrativos de toda laya, ensayos y reseñas críticas, la idea de la novela estaba siempre ahí susurrando, despeinándome levemente con su brisa. Hubo entonces un momento decisivo, del que este blog fue testigo: me fui a vivir sola. Y una de las maravillosas cosas que trajo aparejado esto fue que, entonces sí, pude sentarme a escribir la novela. La novela que yo quería. La novela definitiva sobre mi historia con él, con el hombre fauno, con el músico lisérgico y fantasmal, etc. Todas las tardes, al volver del trabajo, prendía la compu y me ponía a teclear como loca. No sabía cómo hacerlo, no tenía mucha idea de cómo arrancar, menos de cómo seguir, pero sabía que todo lo que tenía que hacer era sentarme y escribir. Ya vendrían las aclaraciones, las iluminaciones, los súbitos cambios de rumbo, las decisiones de última hora, el título, la disposición de los capítulos, la existencia o no de capítulos, la apuesta por los diarios íntimos, las cosas que había escrito en otras circunstancias y con otros fines que ahora podían servir y tanto más.
Imagen: Analía Pinto (2015)
Así fue. A medida que escribía la novela se iba armando y desarmando, cambiando y transformando sola. Hubo momentos de risa al recordar cosas que ya había olvidado, hubo lágrimas en certeros y determinados momentos (pero se sabía que iba a ser así); volvió el ingente deseo, volvió el anhelo, quise volver el tiempo atrás y que todo fuera mágico como cuando él y yo... y tanto lo deseé y tanto lo profeticé y tanto lo escribí que en medio de la redacción él reapareció y yo me preguntaba, alelada, qué final iría a darle a la novela ahora y volvía a vivir en vilo y a sentir aquellos amados colmeneos y... pero, desde luego, no funcionó. Y la novela se siguió escribiendo, como pude, porque en medio de todo esto tan intrascendente sucedió lo impensado, lo que nunca creí que fuera a pasar ni yo estar lista para sobrellevarlo: mientras yo escribía la novela de mis días, el autor de mis días, el que me cuidó siempre como a una princesa, el que no soportó que me fuera lejos, mi fan número uno aunque nunca me hubiera leído, es decir, mi padre, falleció. Pero la novela, tras el duelo, tras el dolor, salió. Hubo una primera versión de Nunca nadie jamás, tal su pomposo título original.
Por entonces conocí a un escritor con el que nos intercambiamos textos para leerlos y comentarlos recíprocamente. Su lectura de la novela fue extremadamente detallada y extremadamente útil. Marcó todos los errores (y todos los aciertos), destacó las audacias, condenó los clichés, me hizo ver lo ridículo de algunas posturas, y, sobre todo, creyó en mi proyecto creativo. El verano siguiente tomé el ejemplar anillado de la novela que le había dado y leí detenidamente todas sus observaciones. Comencé a corregir con rigor, pues, como dice Abelardo Castillo vía Valery, corregir un texto es "una empresa de corrección espiritual" más que ninguna otra cosa. De esa corrección nació la segunda versión de Nunca nadie jamás, título al que estaba aferrada cual lapa al casco del Pequod y que, fiel a mi ascendente en Tauro, no pensaba abandonar jamás (pero lo abandoné, ya ven). 
Esta segunda versión fue leída por varias personas, incluido el principal protagonista masculino, aunque bien se guardó de ofrecerme su opinión. También fue leída por mi psicoanalista, a quien le estaba dedicada, pues sin ella nunca hubiera llegado a escribirla. Y asimismo fue leída por otro escritor amigo, con quien me une una profunda amistad y cuya opinión respeto sin reparos. Su lectura también fue extremadamente detallada y extremadamente útil. Pero pasó un año o quizás más hasta que me senté con la novela en el hermoso Big Sur y decidí cuál sería el próximo paso. El próximo paso fue, como bien saben, la reescritura total.
A ello estuve abocada buena parte del año pasado, dando por finalizada la nueva versión (ya la tercera de Nunca nadie...) en octubre. Había que dejarla reposar por lo menos tres meses, incluso más. Pero, como vi rápidamente, no hacía falta tanto tiempo porque esta nueva versión, que quiso mostrar otras cosas aparte de lo que se mostraba en todas las encarnaciones, no salió bien. Ni siquiera la salvó el cambio de título, nada. Al leerla este verano descubrí, con horror, que eso NO era lo que yo había querido hacer. Estos accidentes son frecuentes en la escritura y todo escritor debe esperarlos y estar preparado. No debe desanimarse, aunque es muy frustrante, y debe ingeniárselas para rehacer lo necesario o directamente hacer todo de nuevo... como estoy haciendo ahora.
No puedo asegurar que esta vaya a ser la versión definitiva de El depredador y su sonrisa pero sí puedo asegurar que estoy disfrutando enormemente, a pesar de ocasionales remembranzas y nostalgias de su risa loca, con su escritura. Estimo que siendo así, no puede fallar. Esta vez algo (y espero que algo hermoso) saldrá.

3 comentarios:

S.R.B.C. dijo...

Muy bueno.

S.R.B.C. dijo...

Muy bueno.

Bibliotecaria Susú Vidal dijo...

Es un andar mágico cada párrafo que recorro,Analía, me interno cada vez más en tu escritura y sólo ansío tener en mis manos un ejemplar de la novela.Los que apreciamos las letras y a sus hijas,las palabras,ansiamos, deseamos y festejamos la aparición de tu libro, para que colme de belleza lírica, un estante privilegiado de nuestras bibliotecas.

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